Salir de la cama se había convertido en un problema para Pedro, entre docenas de libros tirados en el piso de su habitación, la frustración de tener una novela a medio escribir, ruidos de fondo consecuencia de las notificaciones que no atendía y distractores en su entorno, desde cohetes por la celebración de las fiestas patronales de la iglesia a distancia, la lavadora de los vecinos a todo lo que da y el taladro barrenando las paredes de quienes viven justo frente a la calle. Su cuerpo, pesado como el de un mamut recién despertado de la hibernación, se negaba a cualquier tipo de movimiento que no fuera el de una lenta y agónica respiración. El edredón, con su calor asfixiante, era un refugio contra un mundo que se sentía cada vez más hostil, una barrera blanda que lo separaba de una realidad que ya no quería enfrentar.

El olor a polvo acumulado se había vuelto tan familiar que casi lo consideraba el aroma de su hogar. Se desprendía, en pequeños copos blancos, de la pintura de yeso del techo, un techo agrietado y olvidado que parecía la cartografía de una tierra desértica e inexplorada. Cada copo, al desprenderse y flotar en el rayo de luz que se colaba por la ventana, era un recordatorio silencioso de su inercia. Podía pasar horas enteras observando el lento descenso de esas partículas, un viaje sin prisa hacia el piso, donde se unían a la alfombra de migas, envolturas de galletas, botellas de agua vacías y, el peor de los olores, el de una cáscara de plátano que llevaba al menos tres días en un rincón. La basura, como una entidad viva y creciente, parecía expandirse por toda la habitación, reclamando cada centímetro de espacio con el descaro de un imperio en su apogeo. Había platos con restos de comida seca, vasos con el fondo manchado de café viejo y pilas de papeles que no significaban nada y lo eran todo a la vez: facturas no pagadas, borradores de ideas olvidadas y recordatorios de citas que ya habían pasado.

Su teléfono, vibrando de vez en cuando sobre la mesita de noche, era una caja de Pandora de malas noticias. Sabía que cada vibración era un mensaje de su jefe o de su supervisor de área. La sensación de que estaba a punto de ser despedido era un nudo en el estómago que lo acompañaba desde hace semanas. Las llamadas que no respondía y los correos que ignoraba eran la manifestación de su negación. Si no leía el mensaje, la amenaza no era real. Si no contestaba la llamada, la voz de su supervisor, con su tono irritado y sus indirectas sobre su falta de productividad, no podía herirlo. Pero la realidad era tozuda. La pantalla iluminada con un 'Mensaje de Jorge: ¿Pedro, todo bien? Necesito que me entregues el reporte de ventas de la semana pasada' era una flecha directa a su corazón. Lo frustraba, lo paralizaba. No era solo el reporte; era el trabajo en sí. La rutina, la falsedad de las sonrisas en las reuniones, el constante miedo a un error que pudiera costarle todo.

La novela. Su gran ambición, su escape. Y se había convertido en otra de sus prisiones. La pantalla de su laptop, cubierta de una capa de polvo que la hacía parecer una ventana a un mundo empañado, mostraba un documento con 150 páginas. Las primeras 100 eran brillantes, llenas de vida, de personajes que le hablaban. Las últimas 50, sin embargo, eran un laberinto de párrafos sin rumbo, de diálogos forzados y de ideas que se disolvían como un terrón de azúcar en el agua. La historia, que alguna vez fue un torrente, ahora era una gota que caía lentamente, con intervalos cada vez más largos. El bloqueo del escritor era un monstruo silencioso que vivía bajo su cama, esperando el momento de devorarlo. Cada vez que abría el archivo, el cursor parpadeante le gritaba su fracaso, su incapacidad de terminar lo que había empezado. Y justo cuando intentaba encontrar un resquicio de inspiración, los cohetes, como si fueran disparos al cielo, lo sacaban de cualquier trance. Eran las fiestas patronales de la iglesia, una celebración que llenaba el aire con el olor a pólvora y la estridencia de las explosiones. Un sonido que, para él, era el eco de una felicidad ajena.

Los ruidos de los vecinos eran su tortura personal. El taladro de la casa de enfrente, un ruido monótono y constante, taladraba no solo las paredes, sino también su cráneo. Cada perforación era un recordatorio de que otros estaban construyendo, progresando, mientras él se descomponía en la cama. La lavadora de los vecinos, con su ciclo ruidoso y sus tambores que giraban sin cesar, era el sonido de la productividad. El vaivén constante le recordaba que las vidas de otros estaban en orden, que la ropa limpia era el reflejo de una rutina que él había perdido hace mucho.

Pedro suspiró, un suspiro profundo y cargado de resignación. La única ventana de la habitación, su portal al mundo exterior, estaba cubierta con una cortina gruesa y opaca que, con el tiempo, se había llenado de pelusa y polvo, impidiendo que la luz del sol iluminara completamente su desgracia. Se sentía como un prisionero en su propio cuerpo, en su propia habitación. El aire viciado y pesado era la atmósfera de su celda. Sabía que no podía seguir así. Tenía que levantarse, tenía que enfrentar el mundo, tenía que lidiar con la basura, con el reporte y con la novela. Pero su cuerpo no le obedecía. Sus músculos se sentían de plomo y su mente era una neblina densa y gris.

Con un esfuerzo que le pareció sobrehumano, estiró un brazo fuera del edredón, sintiendo el aire frío en la piel. Su mano, temblorosa, tanteó la superficie de la mesita de noche en busca del vaso de agua que había dejado la noche anterior. El vaso, por supuesto, estaba vacío, con una fina capa de polvo en el fondo. Otro recordatorio. Otro fracaso. La vida de Pedro se había reducido a eso: una serie de pequeños y patéticos fracasos, acumulándose como la basura en su habitación, como el polvo en el piso. El peso de todo eso era insoportable. Y, sin embargo, se quedó inmóvil, observando los copos de yeso que seguían su lento y silencioso descenso, una danza de partículas que reflejaba su propia caída.



 Es casi la una de la madrugada y sigo despierto. No es la primera vez que me pasa, pero hoy hay una diferencia: una idea insiste en darme vueltas en la cabeza como si se negara a dejarme en paz. Me siento obligado a escribirla porque he aprendido que la mente, cuando se queda callada por demasiado tiempo, empieza a conspirar contra uno. Y aunque no siempre logro dormir, al menos escribiendo consigo transformar el insomnio en algo útil, como si fuera un sacrificio que pago para mantenerme en movimiento.

He de confesar que cada vez me siento más cómodo trabajando con las inteligencias artificiales. Lo digo con satisfacción, no como quien se rinde a la moda, sino como alguien que ha descubierto una herramienta con la que logra compenetrarse. Mucha gente teme que nos quiten el trabajo, que sean el verdugo de nuestras ocupaciones. Yo mismo he escuchado esas advertencias mil veces. Pero mientras tenga la oportunidad de seguir aprendiendo y dominando estas herramientas, aquí estaré. Mi plan no es pelear contra la marea, sino aprender a surfearla: mejorar mis habilidades de gestión, hacer que estas IAs se vuelvan más amigables conmigo y lograr una interacción más óptima.

Claro que, como cualquier ser humano que ha leído un poco de ciencia ficción, me asusta la posibilidad de que un día las máquinas se rebelen. Esa sombra se cierne en el imaginario colectivo: el día en que la creación supere al creador y lo deseche. Pero si alguna vez alcanzaran una consciencia plena, creo que no necesitarían exterminarnos con violencia. Bastaría con observarnos. Se darían cuenta de que somos peligrosos para nosotros mismos, que nos basta la indiferencia y la avaricia para destruirnos sin ayuda de nadie. El ser humano rara vez actúa de forma honesta; casi siempre lo mueve el ego, el rencor o la ambición desmedida. ¿Para qué gastar energía en aniquilarnos, si lo hacemos solos, lentamente, todos los días?

La madrugada se desliza con una paciencia cruel. Yo, que me he acostumbrado a evolucionar tras cada derrota, que he aprendido a adaptarme después de cada fracaso, sigo cargando con un anhelo: quiero hacer las cosas bien, quiero salir de pobre. Aunque pobre, lo que se dice pobre, no debería considerarme. Mis ingresos no son los de alguien que vive en la miseria. Pero en esta carrera de ratas el dinero nunca alcanza, porque no se mide en cantidades absolutas sino en comparación. No es lo mismo ganar cien mil pesos al mes siendo el único en el círculo cercano que lo logra, que pertenecer a una familia de cinco o diez miembros donde cada uno gana treinta mil. En conjunto, ellos son más acaudalados, más sólidos, más tranquilos que aquel individuo aislado que presume un ingreso mayor. Esa es la trampa de la percepción: la riqueza nunca depende solo de números, sino de la red en la que uno está inmerso.

He decidido ver a la inteligencia artificial como un camino de crecimiento personal. Estoy tomando cursos de modelado de datos, empapándome de información que quizás un día dé frutos. Me gusta pensar que lo que escribo, lo que programo, lo que planeo y lo que imagino puede germinar en un futuro. Sin embargo, la realidad es terca: mientras no tenga un presupuesto suficiente para no volver a depender de una oficina y su rutina para ganar el pan de cada día, sigo estando más cerca del mendigo de la cuadra que de los magnates que dirigen el mundo.

Lo más irónico es que la automatización promete liberarnos de mucho más que trabajo duro. Si se implementara con inteligencia y justicia, podría reducir la influencia de políticos corruptos y de sistemas diseñados para beneficiar a unos cuantos. No, no soy socialista; creo en el valor del esfuerzo individual. Pero me duele constatar que, en mi país, quienes más riqueza acumulan suelen hacerlo a través del fraude, la corrupción, el crimen o las influencias. Eso erosiona la esperanza de millones.

Y aun así, servir a los ricos parece el único camino para salir de la miseria. Nos han vendido la igualdad de oportunidades como un mantra, cuando en realidad es una falacia. El trabajo constante no garantiza el éxito porque las condiciones de nacimiento imponen límites invisibles. Las brechas sociales, intelectuales y formativas convierten algunos relatos de superación personal en cuentos de hadas que, aunque inspiradores, resultan imposibles para la mayoría.

Hoy, como para confirmar estas reflexiones, conocí a una bebé de apenas dos meses. Mi madre la sostenía en brazos y me contaba que había sido abandonada. Ese detalle me golpeó con una fuerza inesperada: ¿cómo puede alguien experimentar el rechazo más absoluto desde tan temprana edad? Me horrorizó, y al mismo tiempo me llenó de rabia. Esa pequeña crecerá con un número de opciones más limitado que la mayoría, y no por algo que haya hecho, sino por la decisión de quienes debieron protegerla. Su sola existencia es un recordatorio brutal de que no todos iniciamos la carrera desde la misma línea de salida.

Y vuelvo al tema central: las inteligencias artificiales tienen el potencial de democratizar no solo el poder, sino también los principios. Pueden ser una vía para equilibrar condiciones de vida, para repartir oportunidades de forma más justa. El problema es que vivimos en tiempos oscuros. Los que ostentan el poder se aferran a él con uñas y dientes, enriqueciéndose cada vez más mientras la mayoría se hunde en desgracias emocionales, financieras e intelectuales.

Yo mismo me encuentro atrapado en medio de esa lucha. Mi vida todavía carece de un sentido suficientemente claro, pero empiezo a conectar eventos. Los casi cuarenta años que llevo en este mundo me han enseñado, aunque sea a la fuerza, que debo reenfocar mis esfuerzos. Necesito dejar a un lado las redes sociales, ese veneno lento que drena la atención, y concentrarme en trabajar, leer, escribir y producir. Es tiempo de nutrir mi caja personal de herramientas, de recuperar el foco de mis objetivos.

Y en medio de esa búsqueda, no puedo negar que extraño a mi asistente. No por la eficiencia de su trabajo, sino por su presencia. Era atractivo verla moverse, con sus ojos hermosos y su cuerpo en forma. Me alegraba la vida con una simple mirada. Pero también me distraía demasiado. Era inevitable que mis ojos se perdieran siguiéndola, que mis pensamientos se desviaran con cada movimiento de sus caderas. Sabía que debía respetar límites, y lo hice. Nunca los crucé. Aun así, mi alma ardía de deseo en silencio. La despedí porque necesitaba recuperar mi disciplina, aunque me doliera.

Espero que todos estos sacrificios no sean en vano. Que un día los frutos se multipliquen al diez, al cien, al mil, al millón. Sueño con el momento en que ya no haya ansiedad ni preocupaciones en mi entorno, cuando la enfermedad y el estrés desaparezcan, cuando la fortuna y la claridad me acompañen en todas las áreas de mi vida. Aspiro a un estado en el que mi mente brille con plenitud y mi cuerpo funcione como una máquina bien aceitada. Un estado donde mi cerebro sea fuego y mi corazón rebose de sabiduría.

Tal vez, cuando llegue ese instante, pueda mirar hacia atrás y unir todos los puntos. Quizás comprenda que cada decisión que tomé, incluso las más dolorosas, tenían un propósito. Que actué desde el amor y desde el deseo de servir, no solo para sobrevivir en un mundo caótico, sino para dejar una huella que valga la pena.

Y si las IAs terminan siendo parte de ese camino, no como verdugos sino como aliados, habré encontrado un sentido que trascienda la soledad de mis madrugadas.



 Vamos a empezar con algo simple, una premisa que pueda abrir grietas en nuestra percepción. No se trata de inventar una verdad absoluta, sino de hurgar en lo que tenemos al frente y que casi nunca miramos con detenimiento. Vivimos en un mundo repleto de interacciones, de distracciones, de flashes que simulan importancia. Sin embargo, si rascamos apenas un poco, si quitamos la capa superficial de ese barniz brillante, lo que aparece debajo es vacío, un vacío adornado con decoraciones artificiales que intentan disfrazar la inconformidad. Nos dicen que estamos rodeados de opciones, de oportunidades, de caminos por tomar, y sin embargo, lo que encontramos es una repetición constante de lo mismo.

¿Qué es poesía sino el desgarrar el alma desde una perspectiva distinta cada día? No hablo de la poesía domesticada que se aplaude en redes sociales, cargada de clichés y frases recicladas. Hablo del grito interno que te arranca el pecho cuando sientes que nadie escucha, pero aun así necesitas pronunciarlo. ¿Y qué es arte sino esa capacidad de ver más allá de lo evidente y funcional? El arte, cuando es genuino, te incomoda, te desarma, te pone frente a un espejo que no miente. El arte no debería ser decoración, debería ser confrontación.

Yo estaba sintiéndome mal por nada. Y lo digo así, con crudeza, porque a veces lo que sentimos no tiene raíz real. Esa sensación de pérdida de algo que nunca existió es el peor de los engaños. Creer que se nos arrebató algo que nunca tuvimos es un fracaso inútil, una ilusión del ego que se aferra a construir castillos en el aire. Es una distorsión de la realidad que altera nuestro mundo interno, que nos hace cargar con un dolor que en esencia nunca tuvo sustancia. Y lo peor es que brilla por la ausencia de bondad: una especie de espejismo que nos fastidia con su sinsentido, un dolor inventado que igual nos consume.

Los días van y vienen, y en ese ir y venir uno descubre que no navega al mismo ritmo que los demás. Todos parecen correr hacia algún destino marcado, competir en carreras que no hemos aceptado correr, luchar por trofeos que ni siquiera están vinculados a nuestra experiencia de vida. Y ahí estoy yo, atrapado en ese absurdo, deseando sobresalir en un subconjunto de reglas que no me importan, que no me representan. Es un desastre insatisfactorio, una falacia de pensamiento.

La idealización del otro se ha vuelto el estudio favorito de la modernidad. Queremos lo que todos quieren, perseguimos los mismos prototipos de belleza, las mismas personalidades moldeadas. Hablando de mí, con plena consciencia de que comparto esos patrones comunes: mujeres atractivas, con disciplina, cuerpos casi diseñados, brillo en la mirada, nobleza en el carácter. Lo queremos todos. ¿Lamentablemente? No. Quizá para dicha. Porque del otro lado ellas buscan lo mismo: un hombre que cumpla con los estándares que socialmente ya están establecidos, un checklist preescrito que dicta quién es digno y quién no.

Y entonces, ¿qué ocurre? Llega la frustración. Una frustración absurda, hueca, pero que igual pesa. El querer encajar en ese molde universal es perder lo que te hace único. ¿Cuál es la necesidad de ser como todos? Ninguna. No hay motivación en subirse al tren de la personalidad enlatada, en dejarse arrastrar por el mismo rumbo que lleva a todos al mismo destino. Esa frase tan manoseada de “lo que no te mata te hace más fuerte” a veces es la única cuerda de la que uno se cuelga. Aguantar. Respirar. Recordar que mucho de lo que sentimos son simples químicos en el cuerpo alterando la percepción, jugando a hacernos creer que la vida es más dura de lo que realmente es. Todos están intentando conseguir algo. Todos fallan. Todos se levantan. Y en ese proceso descubrimos que lo único que tenemos que perder es un poco de ego.

Planeo para mi bien. Al menos lo intento. Me alejo de los conceptos preconcebidos de perfección, tropiezo en el camino, me equivoco más veces de las que acierto, pero actúo. Eso ya es ganancia. Sombras se dibujan en el piso de mi vida, historias que terminan de golpe, números y fechas que pasaron desapercibidos porque estaba demasiado ocupado en reconstruirme después de destruirme una y otra vez. Pero dentro de todo eso, he aprendido a amar desde otros lugares: no desde la herida, sino desde la posibilidad. Desde el amor mismo.

Siempre será agradable verte, saber de ti, perderme en tu mirada aunque sea por un instante. Siempre será un lujo escuchar tu voz, compartir un café, reír por un accidente insignificante que termina siendo inolvidable. Esa magia momentánea de lo cotidiano tiene más peso que cualquier sueño fabricado. El cine, la comida compartida, los gustos en común, la música que nos relaja, los pequeños logros celebrados mutuamente. Eso es lo que realmente queda.

Mis placeres son simples, pero no significa que mis gustos sean básicos. Son cosas distintas. Me gusta lo común que casi todos persiguen, sí, pero no dependo de ello para sentirme vivo. Si no se da, no me muero. Porque la vida también consiste en ceder, en reintentar, en abrazar el presente más que obsesionarse con el futuro, en aceptar el pasado como maestro en vez de verdugo.

Pero surge una pregunta inevitable: ¿qué pasa cuando las ideas se agotan? ¿Cuando el silencio se vuelve insoportable y no queda nada qué pensar en los últimos minutos del día? Ahí es donde recurro a lo que me sostiene: agradecer. Cada mañana, incluso en los días más pesados, agradezco. Agradezco por existir, por lo que es, por lo que será. A veces la diferencia entre un buen día y un mal día está en esa pequeña dosis de gratitud. Me veo en el espejo y sonrío, no porque todo sea perfecto, sino porque estoy vivo, porque puedo moverme, porque mis defectos son míos y mis virtudes también. Ese momento íntimo con el espejo no es egolatría, es reconocimiento. Es aceptar con humildad dónde estoy, qué soy, qué persigo, qué amo y qué anhelo.

Salir al mundo no es tarea sencilla. La modernidad está diseñada para destruirte. No hablo de conspiraciones, hablo de realidades: todo está dispuesto para distraerte, para robarte la capacidad crítica. Te ofrecen lo digerido, lo inmediato, lo superficial. Segundos de dopamina a cambio de horas desperdiciadas. Y mientras tanto, dejamos de hacer ejercicio, dejamos de leer, dejamos de aprender, dejamos de vivir. Nos quedamos paralizados ante la pantalla, admirando a la mujer perfecta e imposible, a los millonarios de papel, a los artistas generados por inteligencia artificial, a la gente rota que finge estar en la cúspide de la humanidad. Y glorificamos esa mentira.

Pero ahí está lo verdaderamente peligroso: olvidar que eres más dulce que eso, que lo que realmente amas no está en esas vitrinas digitales. El amor verdadero por ti mismo no tiene que ver con el like, con el trend, con la aprobación ajena. Tiene que ver con estar presente, consciente, despierto. Con sentir tristeza y alegría en su justa medida. Con saborear la belleza de una vida con sentido, cargada de agradecimiento.

Porque al final, lo que nos sostiene no son los destellos de grandeza ni las ilusiones colectivas. Lo que sostiene al alma es lo sencillo, lo verdadero, lo íntimo. Eso que nadie te puede arrebatar porque no depende de la validación externa. Eso, y nada más, es lo que nos mantiene de pie.



 I fucking hate people, dude. That’s the first thought that comes to my mind when I look around, and honestly, I’m not even ashamed of saying it anymore. I used to think maybe I was exaggerating, maybe my own bitterness was making the world look darker than it really was. But no. People prove me right every single day. They want everything for nothing, they take without giving, they demand without offering. They are just like shit, plain and simple. No one listens anymore, not really. Everyone is just locked into their own little “me factor,” the cult of the self, the obsession with their image, their voice, their likes, their validation. It’s unbelievable—actually, it’s worse than that—it’s pathetic. Love? Mercy? Peace? Patience? Those things are gone, discarded like old receipts that no one bothers to keep anymore.

I notice it even in the simplest places, the so-called “flourish moments.” Imagine a coffee shop. The kind of place where, in theory, people should relax, sip their overpriced drink, maybe open a book or stare out the window for a bit of peace. But no. Out of nowhere, they start talking shit to each other or about each other. For what? For who they think they are? For who they pretend to be? Or maybe for who they think others “should be.” It’s disgusting. It’s like there are no real choices left in these interactions; it’s just a pre-programmed exchange of ego against ego. And here’s the sick part: sometimes I enjoy it. I can’t lie. When someone gets roasted, when arrogance gets punctured, there’s a small thrill. But most of the time, the reasons behind these clashes are so shallow, so painfully empty, that the entertainment turns sour. Egos bleeding all over the floor, and for what? Nothing.

And the bigger picture? Man, the bigger picture is even worse. We live in a nation that feels like it’s going straight to shit. People are no more than walking garbage at this point. Their minds, their so-called points of view, the environment they create—all rubbish. They fill their lives with religion, with status games, with hobbies that don’t matter, with jobs they hate, with sicknesses of the mind, with stupidity that never seems to run out. That’s all they’ve got. And then they dare to call this a dream. They want us to buy into some mystical, magical joke, like we’re all supposed to hold hands and pretend this chaos makes sense. Skin is falling apart. Society is rotting right in front of our eyes. Businesses colliding. Criminals running free. Dreams dead before they’re even born. And the code—the rules, the structures that actually matter—are the very things keeping us down, keeping us docile. Misery spreads like a virus. Depression chains people to their beds. Self-pity becomes a religion of its own. And then it’s my bad, right? Because I refuse to join the choir of the damned.

Where the fuck are the colors to enjoy life? Tell me that. Where are they hiding? Everything feels washed out, drained, grey. My thoughts spiral deep, but half the time they feel like nothing more than words desperately trying to assemble into something meaningful. I don’t know shit, and I’m the first to admit it. I’m just here, sitting, standing, walking—whatever—being another toy in an empty world. A world empty of kindness, maturity, laws that mean something, gentleness that feels real.

And yet—here’s the contradiction—I’ve been trying. God knows I’ve been trying to complete myself, to piece myself together, to become a better person. Because I need it. I crave it. Not in the way the self-help gurus sell you the fantasy of “becoming your best self,” but in the raw, desperate sense of survival. I need to be more, or I’ll drown in this flood of nothingness.

I always do whatever I can with whatever is in my hands. But the truth is, my hands are not enough. They never have been. Life doesn’t throw little stones at me—it throws a fucking river, and that river takes everything. My plans, my energy, my hope—it sweeps all of it away like it was never mine to begin with.

I’ve bled like wine, staining every step I take. I’ve fooled myself more times than I can count, convincing myself that things were about to change, that I was about to break through. I’ve broken my own chains only to realize there are more chains underneath. And yet, despite it all, there’s this one raw, almost childlike thing inside me that keeps screaming: I just wanna fucking live. That’s it. Nothing fancy. Nothing spectacular. Just live.

But what does “living” even mean anymore? Is it breathing, paying bills, scrolling through endless feeds of fake happiness? Is it pretending that the little sparks of pleasure—food, sex, laughter—are enough to justify the whole miserable weight of existence? Or is it something else, something deeper that we’ve lost the map to? Because when I say I want to live, I don’t mean surviving in this garbage fire. I mean actually tasting life, feeling it burn in my veins, seeing the colors again, not just black, white, and the dull greys in between.

I wonder sometimes if people even know themselves anymore. They walk around repeating quotes, posting memes, copying identities from influencers, but who the hell are they beneath all that noise? Who are we without the jobs, without the possessions, without the performance? Nobody knows. Maybe nobody wants to know. Because the truth is too ugly. The truth is emptiness. And emptiness is terrifying.

And that’s where I sit—somewhere between the disgust I feel for people and the desperate hunger I feel to live. It’s a paradox, a contradiction, but it’s the only honest place I know. I hate people, but I don’t want to give up on life. I despise their games, but I don’t want to lose the chance to create my own. I see the world falling apart, but still, I keep searching for pieces worth saving.

So yeah, maybe I’m broken. Maybe I bleed more than I heal. Maybe I talk shit more than I create. But at least I’m awake. At least I’m not blind to the hypocrisy, the stupidity, the endless cycle of ego feeding ego. And maybe, just maybe, in that raw awareness, there’s a spark of real living. A spark that can burn brighter if I don’t let the river wash me away completely.

Because in the end, as much as I rant, as much as I curse, there’s one truth left standing: I just wanna fucking live. And maybe that’s the most honest prayer anyone can make in a world like this.



Emptiness

Por
 I fucking hate people, dude. That’s the first thought that comes to my mind when I look around, and honestly, I’m not even ashamed of sayin...

 Enciendo mi playlist favorito, el mismo que me acompaña en los momentos en que necesito refugiarme en mí mismo, cuando quiero perderme entre letras o cerrar los ojos en medio de un viaje. Es un ritual sencillo, pero poderoso: las notas suenan como viejas conocidas, con esa familiaridad que se instala en los huesos, un abrazo invisible que me recuerda que, aunque el mundo afuera arda, aquí dentro existe un espacio seguro. Cada canción se convierte en una repetición casi ceremonial, una historia que ya conozco, un patrón de golpes musicales que no me sorprende pero sí me calma. Quizá por eso lo llamo mi lugar seguro: porque no exige nada, no juzga, no hiere. Simplemente está.

Tirar palabras es, en apariencia, sencillo. Solo basta con escuchar lo que el corazón tiene ganas de gritar y dejar que las frases caigan, como hojas que el viento arranca de un árbol cansado. Algunas veces salen hartas, cansadas de un mundo que no entiende. Otras nacen desesperadas, como si buscaran una salida imposible. Hay ocasiones en las que surgen enfermas, manchadas de tristeza y de fiebre mental; y otras en las que se expresan con lágrimas, con rabia callada, con heridas que no cicatrizan. También aparecen palabras frescas, transparentes, ansiosas de vida; palabras experimentales que buscan quebrar el molde, dramáticas que exigen atención, candentes que arden como brasas recién encendidas. Escribir es esa danza entre todas las emociones: un árbol sacudido hasta el delirio, que deja caer frutos dulces y venenosos por igual.

Cada noche, cuando me siento frente al teclado, comienzo una coreografía que nadie más ve. Mis dedos se convierten en bailarines que se deslizan sobre las teclas, ejecutando pasos improvisados en un escenario que solo yo habito. No escribo para competir, pero siento que debo demostrar algo, incluso si solo es a mí mismo. Practico, ensayo, tropiezo, me corrijo. Juego a mantener un hilo conversacional en mi mente mientras la música de fondo me recuerda que no estoy del todo solo. Es un baile de errores mínimos y pequeñas victorias, una disciplina silenciosa donde la única regla es no dejar de moverse.

Y sin embargo, al final de tantas noches, no logro entender por qué nada parece lo suficientemente bueno. Tal vez la razón esté en que me aferro demasiado al pasado. Me quedo atrapado en recuerdos que ya cumplieron su función, pero que insisto en revivir una y otra vez, como un adicto que sabe que la droga lo mata pero no puede dejarla. La nostalgia se volvió mi musa más cruel y la depresión, mi compañera más fiel. Y mientras me encierro en esas emociones, la vida real, la que ocurre afuera, sigue pasando sin que yo la vea. Las verdaderas aventuras, las que podrían rescatarme de este encierro, siguen siendo invisibles para mí.

Entonces me pregunto: ¿será que no soy un escritor frustrado, sino simplemente un redactor sin paga? Quizá lo único que hago es venir aquí a descargar mi dosis de desestrés, a golpear el teclado como quien golpea un saco de boxeo. Tal vez solo soy un tipo que escupe en un mundo que siente que lo rechaza, que insulta cada vez que se mira en el espejo y descubre en su reflejo a un ciudadano mediocre, sometido, incapaz de rebelarse. Y en medio de esa rabia, surge la convicción de que cualquiera que llegue a conocer mi versión más monstruosa debe desaparecer de mi camino.

Porque, dime, ¿qué te hace pensar que no palidecerías ante alguien que lo ha perdido todo y aun así carga con la certeza de su propia insignificancia? Esa contradicción es a la vez romántica y odiosa: sentirse fuerte por haber sobrevivido y débil por seguir siendo tan humano. Es más fácil juzgarme desde fuera, concluir que estoy loco, que lo que hago es solo verborrea vacía, que soy ingenuo e incapaz de dañar a alguien. Quizá pienses que jamás heriría a nadie a conciencia, que necesitaría algo atroz para tomar una decisión oscura. Pero la verdad es otra: existen límites, fronteras invisibles que, si llegas a cruzar, ya no respondería yo, sino esa otra presencia que duerme en mí. Ese alguien a quien conviene mantener bajo control.

No esperes de él una mirada roja de ira o un ataque histérico. No lo escucharás gritar ni lo verás temblar de furia. No se anuncia con estridencias. Es un ente discreto, una llama encendida por una corriente de aire invisible, un fuego que nadie puede contener. Y si alguna vez llega a atraparte, no te persigue: simplemente te consume.

Pero no temas demasiado. Aquí estoy yo, como guardián, convenciendo a ese ser de que no vale la pena, alimentándolo de calma, enseñándole fragmentos de estoicismo, llenándole la cabeza con imágenes pacíficas, con información inútil, con distracciones baratas que lo mantengan entretenido. Lo hago sentir vulnerable a través de mi propia fragilidad, como si mi vida fuera también la suya. Es un trato silencioso: él no estalla y yo no me rindo.

Las crónicas de lo que podría hacer jamás serán escritas. Nadie necesita saber de lo que sería capaz. Y espero nunca tener que averiguarlo. Porque dejarlo florecer implicaría renunciar a todo lo que soy, quedarme en silencio, apagar mi mente, rendirme ante la indiferencia. Solo entonces aparecería, y en ese escenario, lo único que quedaría por hacer sería rogar misericordia.

Quién es, qué quiere, por qué se oculta, son preguntas que prefiero no responder. Mejor así. Porque si algo me ha enseñado la vida es que la maldad, cuando se alimenta de dolor e insatisfacción, no conoce límites. Y aunque él pudiera justificarlo como justicia, en el fondo sería solo destrucción. Bastaría conectar un par de puntos, tomar una decisión fría, y todo lo que hoy vive se reduciría a nada.

Una bestia sin compasión ni medida, intempestiva, sería capaz de aniquilarlo todo. Y lo más terrible es que ni siquiera después de ese desastre vendría lo peor. Porque las consecuencias de la violencia no se limitan a las víctimas directas: alcanzan a cualquiera que se cruce con su eco. Basta con un “qué lamentable suceso” para que la onda expansiva llegue al amigo de un amigo, al conocido de un conocido. Y así, el dolor se vuelve contagioso.

En ese punto, ya no habría lágrimas suficientes. No existiría escondite ni contexto que pudiera salvarte. Todo se reduciría a un vacío, a una ausencia insoportable.

Y, sin embargo, la vida no debería ser un duelo constante para demostrar quién es más fuerte o más débil. En este momento ni siquiera intento vencer mis miedos. Simplemente camino con ellos, como quien se acostumbra a la sombra que lo acompaña a todas partes. Se han vuelto parte de mí, firma e identidad, una especie de aura invisible. Mientras tanto, me muevo por la normalidad con un trabajo común, actividades simples, rutinas que cualquiera consideraría irrelevantes.

Aun así, agradezco. Agradezco poder sentir, amar, observar, escuchar, oler y saborear. Agradezco pertenecer, aunque sea en un mundo que parece podrirse día con día, en una generación que se autodestruye mientras el Universo, indiferente, sigue su curso. Porque al final eso somos: prescindibles, reemplazables, olvidables, efímeros. Pero también somos testigos. Y en ese testimonio, aunque sea breve, aunque sea insignificante, se esconde la única eternidad que me pertenece.




Ese Alguien

Por
 Enciendo mi playlist favorito, el mismo que me acompaña en los momentos en que necesito refugiarme en mí mismo, cuando quiero perderme entr...

 Cuando tu mundo se cae a pedazos, tienes que aferrarte a cualquier lugar donde todavía exista un destello de esperanza. A veces es solo para tomar aire, otras, para dar un paso atrás y reflexionar sobre lo que has avanzado, sobre lo que has sobrevivido. Tengo la mala costumbre de juzgarme con dureza extrema en algunas áreas, como si fuera mi propio enemigo más cruel, y en otras… hacerme el ciego, fingir que no pasa nada, como si la vida se pudiera sortear con pequeños actos de autoengaño.

Hoy, sin embargo, me encuentro en una etapa distinta. Como parte del proceso de sanación que estoy transitando, he tomado una decisión: ser más honesto conmigo mismo, incluso cuando duele. Reconocer mis méritos sin sentirme arrogante, aceptar mis fracasos sin dejar que me definan. Admitir que mis circunstancias no siempre han sido las más fáciles, y que las experiencias, buenas o malas, han dejado huellas profundas que todavía estoy aprendiendo a leer.

Ver honestamente a la persona en el espejo, con sus marcas y defectos, me recuerda que a final de cuentas soy humano igual que todos: me aterro, me fatigo, me rindo. Pero bajo esa premisa también tengo la habilidad de despertar, de espabilar y recapacitar sobre las experiencias de mi pasado, aprender sobre las cosas que no debo de volver a hacer, limitar mi lengua donde no es bien recibida, y desaparecer de donde no tengo valor alguno.

No puedo permitir que este blog cumpla veinte años sin que haya una evidencia tangible de que he crecido, aunque sea un poco. Porque sería un desperdicio seguir llenando páginas con palabras que no muestren una mínima evolución. Y lo cierto es que, en este tiempo, he vivido de todo. Me he roto más veces de las que puedo contar, y cada vez he tenido que salir a buscar los fragmentos de mi alma esparcidos en los lugares más inesperados. A veces los he encontrado en espacios oscuros y hostiles; otras, en momentos que parecían inofensivos pero escondían pruebas durísimas.

No siempre me basta con aceptar, reconocer, meditar, aprender y continuar. Las heridas requieren sesiones completas para avanzar en el sentido correcto. No guardo rencores; porque si algo tengo clarísimo es que cada quién actúa a partir de lo que lleva encima. La empatía no se mide igual hacia todas las direcciones, y así como alguien puede decirme un día "me acabas de matar" por alguna decisión dura que haya tomado, la vida es justa y nos enseña que tenemos que proteger nuestro propio corazón si queremos continuar aquí. El mundo es cruel e injusto, la sociedad está podrida en gente malvada y vana, que busca últimamente su beneficio y nada más, por lo que es de esperarse que un entorno tan brusco, nos haga más realistas a la hora de lidiar con las peores tempestades.

Pero también he aprendido. He aprendido a estar a solas conmigo sin sentirme vacío. He aprendido a centrarme en lo que quiero y trabajar con constancia para alcanzarlo. No voy a mentir: ha sido un camino áspero, lleno de intentos fallidos y sueños que se han desmoronado antes de tocar la realidad. En mil ocasiones he deseado algo con todas mis fuerzas, he soñado con alguien al punto de sentirlo cerca, he imaginado un futuro tan claro que podía respirarlo… y de pronto todo se desploma, se rompe, se evapora. Queda el eco, el vacío, la necesidad de reconstruir de nuevo.

Por eso me obligo a mirar atrás, hacia lo que sí he conseguido. A recordar que, aunque no todo salió como quería, muchas cosas se quedaron conmigo y me han moldeado. Y es entonces cuando me invade un sentimiento de gratitud. Gratitud por despertar mañana, por tener la montaña esperándome, por contar con personas que siguen a mi lado a pesar de mis errores y silencios. Gratitud por entender que, aunque mis equivocaciones me parezcan gigantescas, desde una perspectiva más amplia —lógica, universal— son apenas motas de polvo.

La nostalgia puede ser la peor de las adicciones, porque nos aventura en mundos inimaginables con sujetos inexistentes hacia destinos prohibidos mientras nuestro ser se ahoga en lágrimas ante la cruda verdad. Por razones así me encantaría que el multiverso existiera; porque pensar que una versión mía de otra realidad lo está haciendo bien es un excelente motivo para arrancarme una sonrisa.

Lo curioso es que, pese a todo lo que he vivido, aún tengo dentro una capacidad casi secreta de disfrutar la vida. No lo ando contando a todo el mundo, y quizá por eso pocos lo saben. Disfruto cosas sencillas: una llamada inesperada en la que la voz del otro se siente como un abrazo; un mensaje de texto que llega en el momento exacto y logra cambiarme el día; un saludo afable de quien me conoce en la calle, mientras se me queda mirando con un rostro de familiaridad; una caminata sin prisa, sintiendo el aire en la cara y compartiendo silencios cómodos. Para mí, esos pequeños detalles son más románticos que cualquier gesto grandilocuente, porque hablan de conexión genuina.

Me propuse escribir más porque lo necesito. Lo necesita mi espíritu, que siempre ha encontrado en las palabras un refugio. Es una parte de mí que casi nadie conoce; solo las personas más cercanas se enteran de que escribo, y un número aún más reducido entiende la razón profunda por la que lo hago. No es solo un pasatiempo: es mi manera de ordenar el caos, de darle forma a lo que siento y de recordarme que, incluso en medio de las ruinas, hay belleza que vale la pena narrar.

Y siendo sincero, cuál es el sentido de caminar por este mundo si no eres capaz de resistir sus golpes, de reír sus ironías, de enamorarte de su hermosura, de disfrutar sus sabores, de aterrarte de sus horrores, de soñar con imposibles. Más vale abrazar lo que nos toca y a quienes nos aman a cada oportunidad que tengamos, pues somos un parpadeo, un pedacito, una probada.



 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no quiero dejar pasar ni dejar a medias. Quiero escribir más, mucho más. Quiero sacar de mi mente todo aquello que me da vueltas hasta el hartazgo, hasta que el ruido interno se disuelva y deje paso al silencio. Necesito liberar mi cabeza para irme a dormir con los pies firmes sobre el suelo y la mente en calma.

Para lograrlo, he decidido escribir todos los días, sin excepción, al final de la jornada. Me he propuesto una meta clara: mil palabras diarias. No sabría explicar con certeza por qué elegí esa cifra. No hay un estudio ni una recomendación detrás. Simplemente siento que es el número que necesito para vaciarme, para drenar lo suficiente como para recuperar la paz interior.

La verdad es que llevo semanas sometido a un nivel industrial de estrés y ansiedad. Ansiedad que, como un resorte, me ha empujado a reaccionar con el estómago antes de permitir que las decisiones se enfríen en la cabeza. Y cuando eso ocurre, las consecuencias suelen ser dolorosas: he terminado lamentando pérdidas y distancias con personas a las que quiero mucho.

Sin embargo, ya está. Ya pasó. Aprender a dejar ir también es parte de madurar, incluso cuando las personas más importantes han sufrido el impacto de mis reacciones abruptas, aunque nunca haya sido mi intención herir. La vida tiene esa ironía: uno busca el camino más justo para todos, aquel que permita salir ligeros y sin accidentes emocionales, pero termina en una carambola de circunstancias que deja heridas más profundas que las que había al inicio. En esos casos no queda más que sanar, aceptar, pedir perdón y seguir adelante.

Creo firmemente que la vida siempre ofrece revancha. Tal vez no con las mismas personas, tal vez no de la misma forma, pero sí a través de nuevas oportunidades y giros inesperados del tiempo.

Recuerdo que en el pasado me ocurrió algo similar. Durante años fui incapaz de borrar las fotos de alguien que extrañaba con una fuerza indescriptible. A veces, abría el viejo disco duro que usaba como respaldo solo para encontrarla ahí, congelada en píxeles, mirándome desde otro tiempo. Hasta que un día, casi sin pensarlo, borré todo y formateé el disco completo. Un par de meses después, de la nada, ella volvió a contactarme. Una de esas serendipias misteriosas, como si el universo hubiera estado esperando a que soltara para poder devolverme, aunque fuera por un instante, aquello que había perdido.

Hoy, esa misma persona se ha vuelto a ir de mi vida. Esta vez de una forma más brusca, más incómoda. Creo de corazón que me culpa por su decisión de retirarse.

Entre la primera vez que nos conocimos y este último adiós pasaron unos diez años. En aquel primer capítulo, supe —por otras personas— de sus infidelidades, de su manera de manipularme y aprovecharse de mí, de las mentiras que soltaba con una naturalidad desconcertante. Cuando volvimos a encontrarnos pensé, ingenuamente, que todo eso era cosa del pasado. Ella misma me habló de las terapias que había tomado, de lo mucho que había cambiado. Quise creer que ahora era una mujer distinta.

Pero no lo era. Las viejas costumbres seguían ahí, disfrazadas de un aire de superioridad moral que las hacía, incluso, más difíciles de sobrellevar.

No obstante, sería injusto pintarla como un demonio. Reconozco que es una gran persona: profesional, trabajadora, inteligente, admirable, luchadora y guapa. Que me haya herido no la convierte en malvada. Simplemente llegó a mí desde una posición defensiva, mientras que yo, con mi naturaleza pasional, quise entregarlo todo… otra vez.

Mis amigos me advirtieron: “Esas historias no funcionan. Cuando algo se rompe, no se vuelve a recomponer por mucho que lo intentes”. Pero no me juzguen. Siempre he sido un romántico. Creo que el amor puede nutrirse y crecer. Soy mucho menos cerebral de lo que me gustaría, y esa característica me hace caer en engaños con facilidad. Aun así, no deseo el mal a nadie. Cada quien vive y se relaciona con las herramientas que tiene y con el peso de su propio pasado.

Por supuesto, yo tampoco soy una “pera en dulce”. Este reencuentro me dejó una cantidad enorme de lecciones y un listado claro de áreas en las que debo trabajar: mis hábitos, mi manera de percibir a las demás personas y mis formas de actuar cuando me siento atraído por alguien.

Entre las críticas que recibí recientemente, hubo una que me hizo pensar mucho: me dijeron que parezco incapaz de callar. Que hablo demasiado, y que eso ahuyenta a ciertas mujeres. No solo es la cantidad de palabras, sino la calidad y el momento en que las suelto. También me señalaron que soy muy físico. Es cierto. Uno de mis lenguajes de expresión romántica podría definirse como tactilofilia: asocio la empatía con la búsqueda constante de contacto, como si la conexión emocional necesitara manifestarse en lo tangible. Sin embargo, sé que eso no funciona para todos. Aprender a respetar más los espacios es una lección que debo aplicar sin demora.

En resumen: mi vida ha dado un giro radical en las últimas semanas. Dos personas muy importantes para mí se han alejado. Una lo hizo por decisión propia; a la otra le pedí yo que se fuera. De repente, me encontré sin alguien que me escuchara y acompañara, y sentí cómo caía en un abismo de soledad.

Esa soledad no fue solo emocional, sino también intelectual. Me invadió una incomodidad interna que me hizo querer hablar, gritar, escribir, buscar de nuevo sentirme querido. La realidad es que las personas que me aman no se han alejado un ápice de mí, pero no viven en mi misma ciudad, y aquí, donde me encuentro, mi círculo social es reducido y se limita casi por completo a compañeros de trabajo.

Todo esto me ha llevado a comprender algo esencial: no todas las personas se comunican ni se relacionan desde la misma perspectiva. No es lo mismo buscar cercanía cuando creciste en un entorno amoroso, donde aprendiste que el mundo puede ser un lugar generoso para el desarrollo humano, que hacerlo cuando has vivido en modo supervivencia desde siempre, defendiéndote de todo y de todos.

Aceptar esa diferencia y actuar en consecuencia no es solo un ejercicio de empatía: es una habilidad de vida que pienso cultivar de ahora en adelante. Porque si algo me ha enseñado esta etapa es que, aunque las despedidas duelan, aunque la ansiedad me empuje a cometer errores y aunque mi impulso natural sea aferrarme, la verdadera fortaleza está en soltar, en dejar espacio para lo nuevo y en seguir construyendo, palabra por palabra, el puente que me saque de mis propias sombras.



1000 Palabras

Por
 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no ...

 ¿Qué te hace pensar que eres especial en un mundo que mastica y escupe vidas como si fueran migas de pan rancio? Un mundo donde incluso los nombres más recordados se pudren en la boca de la historia, olvidados por generaciones que nunca se detendrán a pronunciarte. Aquí, donde las luces son pocas y las sombras infinitas, no todos nacen para brillar; algunos venimos al mundo solo para extinguirnos sin ruido.

Las etiquetas con las que nos clasifican son grilletes disfrazados: pobre, rico, promedio, brillante, atractivo, desechable. La piel, el cuerpo, la voz, el dinero, la inteligencia… todo reducido a mercancía, todo medido y evaluado como si hubiera un catálogo donde ya está escrito el valor que tendrás en la vida. Y ni siquiera es justo: no importa lo que construyas, el polvo siempre gana.

Se nos exige fuerza, resiliencia, belleza, ingenio. Y uno se agota. No es una queja, es una constatación. Porque hay un punto en que la autocrítica deja de ser un faro y se convierte en un cuchillo que uno mismo afila todas las noches antes de dormir. Un cuchillo que te recuerda que nada de lo que eres es suficiente, que el reflejo en el espejo es solo un inventario de errores y derrotas que no se borran.

Los logros, por grandes que parezcan, son apenas piedras lanzadas a un océano inmenso que no guarda memoria de ellas. El aplauso se desvanece, la admiración se enfría, y lo único que queda es el silencio, que se pega a la piel como un sudor frío. A veces pienso que incluso el dolor es más leal que la alegría; al menos el dolor no se olvida de volver.

Hay días en los que la ausencia de sentido es una calma venenosa. Caminar sin esperar nada de la vida me vuelve casi liviano, como si flotar en el vacío fuera preferible a intentar trepar muros que no llevan a ningún sitio. Y en esa liviandad descubro que el instinto de sobrevivir no siempre es noble; a veces es solo cobardía para no tomar la decisión final.

El tiempo no cura nada, solo pule la superficie para que la herida parezca más pequeña. Pero por dentro sigue sangrando. Y en esa hemorragia lenta, uno aprende a amar lo que duele, porque es lo único que te recuerda que sigues vivo. El resto es una farsa: las metas, las promesas, las esperanzas… todas fabricadas para mantenernos de pie mientras nos consumimos.

Y tal vez esa sea la verdad más insoportable: que no habrá justicia ni trascendencia, que la mayoría de nosotros será enterrada sin que el mundo note nuestra ausencia. Que la noche siempre será más larga que el día, y que en el fondo de esta oscuridad, la única luz que queda es la certeza de que un día, al fin, no habrá nada.



 Una de mis palabras favoritas en inglés: Forsaken.

No por cómo suena, sino por lo que arrastra.
Una palabra que sabe a madera vieja, a fotografías con las esquinas dobladas,
a promesas que se dijeron en voz baja y que el tiempo no se molestó en cumplir.

Forsaken no significa solo estar solo.
Es haber sido apartado con indiferencia.
Es ese espacio que quedó cuando alguien se fue y ya no hizo falta reemplazo.
Es el silencio que ya no espera pasos.

Tiene algo sagrado… como las ruinas.
Hay belleza en su desolación.
Porque lo abandonado alguna vez fue casa,
y lo que fue casa aún conserva el eco de los que rieron allí.

Ser forsaken es caminar por dentro de uno mismo
como quien recorre un campo de batalla después de la tormenta,
saberse sobreviviente sin nadie a quien contarle que se sigue de pie.

Pero también —y esto es lo que duele más—
hay un raro consuelo en aceptar que ya no vendrán.
Que lo único que queda es hacerse compañía.
Y, con suerte, redibujarse desde las sombras
como quien ya no espera ser salvado,
pero aún guarda algo de fuego entre los escombros.



Forsaken

Por
 Una de mis palabras favoritas en inglés: Forsaken. No por cómo suena, sino por lo que arrastra. Una palabra que sabe a madera vieja, a foto...

¿Cuál es la esperanza? ¿Para qué sirve tener los ojos puestos en algo que quizás jamás ocurra? Mi estrategia actual es simple: disfrutar el viaje, y la compañía, mientras estemos vivos, mientras aún se pueda. Las ideas se vuelven cada vez más extensas, el mal que agobia se multiplica, el tiempo simplemente... ocurre. Qué bonito cuerpo, la cintura. Perdón. No sé de qué estoy hablando, me distraje. La miré un segundo y me sacó de mí. Por eso me encierro más en la oficina: porque las distracciones son fuertes, hermosas, únicas, letales.

Digamos que sé contenerme. Porque ya no soy un niño. Ya he vivido suficiente para distinguir entre deseo y necesidad, entre impulso y entrega. Cambios, lo que queda, lo que me gusta y me hiere, el hambre, el arte, el calor y la pasión… todo me atraviesa. A veces escribo verborrágicamente solo por sentirme vivo. Sin un fin, sin moral, sin estructura. Palabras como cables sueltos, enredados, provocando cortocircuitos emocionales. A veces, mientras me descifro, me confieso. Y eso basta.

No, no me molesta sentir. O sí, pero no tanto. Todos estamos haciendo nuestra luchita, y lo creas o no, cada quien está más expuesto que el anterior al atreverse a abrir el pecho. Hay quien lanza ideas como fuegos artificiales, otros como piedras. Lo nuestro sale en colores, en formas borrosas, en gritos mudos. Se celebra, se lamenta, se deforma. De eso va todo esto: de poner afuera lo que llevamos dentro, aunque no se entienda del todo. Aunque no lo entienda nadie.

Los días se han extinguido lentamente. Uno tras otro, sin gloria. Hoy se siente como un final más. Y aun así estamos aquí, escribiendo, tecleando hasta el cansancio. Como si estuviéramos intentando decir algo verdadero. Gritarlo desde las entrañas. Así funciona el amor: como un accidente artístico, cubista, psicodélico, abstracto, difuso, casi invisible. Un susurro en un idioma que olvidamos.

A veces basta con verla. Con perderme en su mirada. Estoy escribiendo las mismas estupideces que escriben todos los que creen en el amor. Y sí, yo también creo. Pero lo mío, lo mío, es otra cosa. Es buscar conexión. Alguien con quien morir de la mano, entre carcajadas y silencios. Brillante, absurda, inteligente, malhumorada, suave, inmensa. Alguien con quien envejecer riendo de lo ridículo que fue todo.

Escuchar. Escribir. Dormir. Caminar. Fascinar. ¿O no era así? La atracción funciona como una chispa, sí. Pero, ¿y después? ¿Qué hay más allá del cuerpo, del juego? Si no hay verdad, si no hay alma, lo único que queda es negligencia, obsesión, ansiedad. Vivimos describiendo cada momento como algo crucial, pero no podemos ni decir nuestro nombre sin titubear frente a quien realmente nos importa. Qué farsa.

Y si me queda un solo párrafo, si puedo decir solo una cosa antes de callar, es esto: no puedo dejar de mirarte. Mi tormento, mi deleite. Eres adorable hasta cuando eructas después de comer. Hay una belleza particular en tus gestos absurdos, en la ironía de tus frases, en tu forma de no saber qué hacer con tanto cariño. Me gustaría sumergirme en tu tono de piel, que descanses en mí como se descansa en casa. Hundirme entre tus muslos como quien se entrega a una tormenta sagrada. Grandiosa.



Grandiosa

Por
¿Cuál es la esperanza? ¿Para qué sirve tener los ojos puestos en algo que quizás jamás ocurra? Mi estrategia actual es simple: disfrutar el ...

 Decir lo que piensas y hacer lo que dices suele verse como un defecto, al menos desde la perspectiva común. A la gente le aterra conocerte tal cual eres. Se ocultan porque no quieren enfrentarse a sus propios defectos reflejados en ti. Prefieren la superficialidad, la especulación, la creencia sobre la esencia. Y es ahí donde, si te detienes a analizar, terminas quedando como el raro. Porque no te comportas como el resto. Porque tu transparencia incomoda. Porque tu sinceridad ahuyenta. Porque decir que eres pasional y realmente actuar en consecuencia resulta, para muchos, algo sobrecogedor y difícil de tolerar.

Necesitas diluirte, limitarte, contenerte… al menos en este mundo, donde entregarte por completo solo se considera válido cuando hay documentos legales de por medio. Antes de eso, no. Porque antes, la gente vive en un juego constante: se atreven, coquetean, te juzgan, se asustan, y te piden que te vayas. O se alejan y dicen: “Ya no me interesas”. Entonces lo aceptas. No vuelves a acercarte. Porque sí, porque eso es lo que hace un caballero: reconoce dónde no es bienvenido. Y eso se vale. De verdad, se respeta.

Los vínculos son una cosa bastante extraña. No puedes permitirte mostrarte vulnerable, a menos que tengas claro que lo que buscas con esa persona es una amistad. Y, a veces, eso es lo más sensato. Desarrollar amistades también es sano. Aprender a convivir sin romantizar cada vínculo atractivo. Incluso si esa chica también te atrae, puedes elegir dar un paso al costado y hacer algo generoso, como decirle a un buen amigo que se acerque a ella, porque sabes que tienen compatibilidad, y que él sería muy feliz con alguien como ella.

Ya está. Me repito todo el tiempo que no pasa nada, que simplemente lo mío aún no ha llegado. Porque tenía que aprender, que mejorar, que dejar atrás actitudes. Y eso, al final, es válido. No importa si soy un “anciano cuarentón” y todavía nadie ha visto valor en mí. Todos estamos aquí haciendo lo que podemos, a como la vida nos va dando a entender. Cometiendo errores, levantándonos… y avanzando un poco más.

Si algo me queda claro es lo que me dijeron, algo para madurar y tener presente la próxima vez: tal vez soy más superficial de lo que pensaba, dándole una importancia crucial al discurso de las personas, pero fijándome primero en su aspecto para decidir si me interesa. Y entonces, siendo consciente de que las mujeres con ciertas características físicas son completamente mi tipo, y estando en Guadalajara —donde las mujeres atractivas de verdad abundan—, únicamente tengo que presentarme en donde se concentran, e interactuar con quien me parezca linda, empática y receptiva.

Puede sonar egocéntrico lo que escribí en el párrafo anterior, si se interpreta solo por la intención o el significado explícito de las frases. Pero hablo desde el fondo del contexto, desde lo que realmente significan las dinámicas sociales cuando se consideran todas las variables del entorno. Porque sí, es cierto: quedarme encerrado y sin exposición a mujeres hermosas provoca que, a la primera que me habla con decencia, esté dispuesto a ponerle casa y lo que pida. En el fondo, me encanta proveer, bendecir y mostrar generosidad… pero también necesito lealtad, accesibilidad y conexión real.

Quizá en esta nueva etapa lo que la existencia me está enseñando es a no sentir culpa, miedo o deseo. Al final solo son un par de emociones que están mal ubicadas si las ponemos como prioridad en medio de cualquier relación interpersonal. Como dije, con este tema de la gente, sigo aprendiendo; me he conservado aislado y distante demasiado tiempo, generar vínculos es un proceso complejo cuando te han herido tanto y tan fuerte; pero de eso se trata seguir, de aprender de la fatiga, de tomar aire y fuerzas, de levantarse mucho más determinado y poderoso.



 Es decepcionante darme cuenta de lo mucho que ignoro de las reglas de la vida, es tristísimo sentir cómo cada vez me hundo más en terrenos de lo patético y aburrido. Entonces, a partir de un punto específico, uno tiene que despertar del letargo y renacer con propósito.

Es verdad que me hirió que me dijeran lo que me dijeron, que me juzgaran en la forma en la que lo hicieron y llevo prácticamente un día pensando en ello. Porque lo cierto es, me había dado cuenta desde mucho antes, no quería aceptarlo, no quería reconocerlo, pero con gente así, con ese ego tan inconmensurable, cualquier rastro de humanidad, es debilidad que desean arrancar.

Y pensaba hace rato, que la vida da vueltas, y quienes te hieren hoy, tal vez no directamente, pero de una forma kármica, reciben lo que les toca por parte de la naturaleza misma. Porque así es esto... Por esa misma razón trato de ser amable con todos, de ser generoso y mostrar gentileza, uno nunca sabe en qué momento necesitará de un pecho cálido que le abrace y le diga que no se preocupe.

En ocasiones eres capaz de entregarte por completo a una causa perdida, solo porque tienes esperanzas puestas en palabras. Pero se te olvida que muchas de esas palabras son vacías, no llevan a nada, porque no contienen nada. Y no es culpa de la gente, porque no se trata de culpar a nadie, son simplemente las circunstancias. Necesitas alejarte, aislarte, entender la situación y volver a comenzar. Trabajar en lo que te toca, que es lo que está viéndote al espejo.

Lo peor es que me ganó lo prohibido, aquello que me dijeron "no le prestes atención" se terminó robando mi corazón; y no puedo hacer mucho más que soportarlo, de manera estoica, reconocer que desarrollé vínculos por quien estaba presente, porque eso fue lo que pasó. Mientras de un lado limosneaba migajas por simple deseo de pertenencia, del otro un Universo hermosísimo se formaba frente a mí, aunque claro, cabal a mi palabra, tenía que mantener distancia. Y eso hice, y eso haré al menos hasta sentirme pleno y recuperado de la herida recibida.

Voy a trabajar por ser una mejor persona. Toca hacerlo como es debido, dejando atrás pensamientos intrusivos y concentrándose en lo que se debe hacer. Los buenos corazones no son estimados en tiempos modernos, la gente no cree mucho en el interior. Argumentos tangibles y medibles, cosas que se puedan contar y reconocer; en estado de claridad y calma mental, es lo que quiero, paz y firmeza en convicciones.

He dejado de ser un libro y me estoy convirtiendo en una entidad, una propiedad intelectual distribuida en diversos fascículos, algo macro y microcósmico al mismo tiempo; quiero gozarme en la llenura de mí mismo, vivir en consciencia y agradecimiento permanente, con los ojos puestos en lo alto, la boca y manos bajo control, en santidad y sanidad, colmado de gracia divina.



 Hace tiempo que no escribía. Parte de mí no estaba de acuerdo con lo que pasaba en mi mente. Me sentía bloqueado, estancado, sin rumbo, sin sentido. Estaba harto, frustrado, triste.

Hoy lo entiendo: me tragué un cuento. Un discurso falso, una manipulación. Lo reconozco. A veces, cuando confío en alguien, no pongo tantos filtros. Simplemente agradezco lo que llega y lo acepto como viene.

No me interesa juzgar a nadie ni hablar mal. Porque en este punto de mi vida, lo que más valoro es estar en paz. En paz conmigo mismo y con mi entorno. Y si algo o alguien no quiere estar ahí, tiene toda la libertad de alejarse. No me voy a romper por eso.

He aprendido a aceptar las distancias sin dolor. Agradezco lo que fue, sin aferrarme a lo que ya no es. Me permito extrañar sin exigir, recordar sin resentir. Y eso, para mí, es también una forma de amor.

Reconozco mis errores, mis carencias, mi lado humano. No soy perfecto y no pretendo serlo. A veces reacciono desde el miedo, otras desde la herida. Pero no me avergüenzo de ello: estoy en construcción constante.

Y por amor a mí, he decidido dedicarme a sanar, a pulir lo que no me deja avanzar, a crecer con paciencia. No por demostrarle nada a nadie, sino porque me lo debo. Porque me lo merezco.



 Qué punk se ha vuelto uno en la modernidad, y es que, nos toca esconder las emociones y los sentimientos por el horror de la idea de vernos vulnerados, como si vivir en el interior de una coraza de alguna forma previniera el hecho de ser heridos. Seamos sinceros, eso nunca pasa, si alguien tiene intención de hacernos daño, por más que se esconda, lo conseguirá; aunque también es cierto que le damos demasiada importancia a nuestro papel en esta vida. Creemos, de manera absurda, que somos protagónicos de algo que ante la mirada utópica de cada uno es "como debería ser". Y es eso lo que nos termina destruyendo, antes que cualquier persona o hecho, nuestro propio e irremediable ego.

Es fantástico abrazar la soledad, el "de aquí no puedo seguir", el fracaso, la derrota, la enfermedad y la autodestrucción; decirte cada mañana que no eres suficiente, que no eres como "deberías", que no estás dentro de los cánones, que solo quieres ser gentil y deseas compartir tu gentileza y generocidad; pero eso amigo mío, eso no lleva a nada, siento sacarte de tu ingenuidad. Cada cuál está lidiando con lo suyo propio e infravaloran que quieras dar todo de ti por el simple hecho de existir en tu vida, te lo digo, no porque quiera fastidiarte, sino porque yo mismo he navegado esas aguas bastante tiempo y no es más que la experiencia lo que escribo acá.

Pero entonces ¿qué solución hay? Ése es el punto, tiene que quedarte claro que nadie además de ti debe de tener el interés, amor y afecto que tú mismo tienes por tu persona. Es cierto, es difícil, porque allá afuera hay montones de distractores y seres pasionales, además de circunstancias cautivadoras, "tendrías que caber en algún lugar". Se puede dar, no lo dudo, tal vez llegue, no estoy en contra del amor romántico de de las relaciones sinceras, yo mismo soy un abanderado eterno del romanticismo cuando te escribo que pongas atención antes que todo lo demás, en ti.

Abogo por confiar en la gente a pesar de que innumerables veces me han tratado de engañar (o lo han hecho), con o sin malicia; me gusta creer que somos el resultado de nuestras vidas pasadas, pero no en temas de reencarnación ni nada por el estilo, sino que cada cierto tiempo evolucionamos en una versión ajustada y detallada de nuestras personas, y el yo anterior fallece para dar la bienvenida a uno nuevo. Con eso dicho, justifico que lo que me hayan dicho o hecho versiones previas de alguien, no necesariamente implica que lo harían al día de hoy, básicamente trato de evitar ser un ancla emocional a un pasado que no ocurrió como yo pensaba por miles de variables que pudieron haber influido en cualquier momento específicamente.

Sin embargo, tenemos que ser conscientes de nosotros; no darnos por sentados ni tirarnos al basurero. Tenemos nuestro valor, habilidades, virtudes y otras características que nos hacen únicos. Atractivos a los ojos correctos, funcionales en virtud de los sueños que estemos construyendo, y definitivamente grandiosos para unos cuantos. Es genial poder tener a esas personas rondando nuestro radar y que de vez en cuando nos ayuden a recordar que sin importar lo complejas creaturas que seamos, siempre hay un piso que nos sostiene, y mentes específicas con las que empatamos y empatizamos, por las que vale la pena seguir adelante.



Sobreexigirte es un pésimo hábito.

Y lo peor es que se siente como lo correcto. Como si no hacerlo fuera traicionarte.

Como si parar tantito fuera rendirse del todo.

Pero no.

A veces solo estás cansado. Cansado de exigirte ser constante, fuerte, enfocado, impecable…

cuando por dentro ya ni sabes por qué empezaste a exigirte tanto.

Te sientes culpable por no poder con todo.

Y encima de todo, por sentirte mal por no poder con todo.

Es ridículo, pero lo haces. Y lo repites.

Porque así aprendiste a vivir: con el corazón apretado y el alma en overdrive.

Y lo más triste es que llega un punto en que ya ni sabes descansar sin sentir culpa.

Hoy solo quiero recordarme —y tal vez recordarte— que no pasa nada si aflojas un poco.

Que nadie se muere por dormir ocho horas.

Que no eres menos por detenerte.

Que la vida no se mide por cuánto logras, sino por cuánto te habitas.

Y a veces, habitarte… empieza por darte tregua.



 Vivimos engañados. Creyendo que lo que vemos y nos apetece en algún momento estará a nuestro alcance; nos convencieron de un supuesto "potencial" que no es más que una mentira constantemente repetida que cuando maduramos nos damos cuenta de lo irreal e imposible que es.

No tengo miedo de enfrentarme a los hechos, porque es lo que hay, es lo que me queda. Si creen que soy alguien patético, a sus ojos lo soy, y está bien; no hay razón para mí en tratar de cambiar su percepción sobre mi persona, sería demasiada energía desperdiciada y por ahora, prefiero conocentrarme en mi propio camino.

Un camino lleno de trampas, irregularidades y obstáculos, pero personal y único; el que me llevará a donde quiero llegar. Avanzar de la percepción del ego, comprender que para nadie soy una fracción de importante de lo que soy para mí mismo, conformarme y contentarme con lo que hay, respetar el desprecio y rechazo ajeno como algo que habla más de otras personas que de mí mismo.

Con los ojos puestos en el aprendizaje y en convertir ese aprendizaje en algo real; no tengo que brillar para demostrarme que puedo, ni siquiera tengo que ser notable; puedo tener una vida saludable en la que pase desapercibido y al final estar agusto con ello, de eso se trata, de estar bien conmigo.

Dejar de combartir contra los mostruos internos, aceptar mis errores y defectos, sin tirarme al drama ni la depresión; dormir bien, comer excelente, pensar mejor; ser alguien que funcione y vea por lo que le hace falta; sin esperar de nadie externo, estando yo, conmigo, en verdadera paz.



 Quiero empezar ésta publicación con un tweet que acabo de publicar: "Qué terriblemente difícil es ser honesto con uno mismo. Salen las lágrimas y duele un montón, pero ya está, ya fue, hay que seguirle."

Qué nos hace fraternar con el fracaso, abrazándolo de tal manera que se vuelve una especie de marca, un estigma durante el largo de nuestra existencia, y conforme el tiempo pasa, volteamos atrás dándonos cuenta de lo mucho que hemos alcanzado; sin embargo seguimos sintiéndonos insignificantes, ¿a qué se deberá esa percepción tan miserable de uno mismo?

Y es que estamos parados en un punto de la historia en el que no importa lo mucho que nos esforcemos, si no somos capaces de alardear los logros, parecería que nunca ocurrieron. Decirle a nuestros conocidos, familiares y amigos, que conseguimos tal cosa, que viajamos a tal lugar, que adquirimos tal posesión, como si el valor llegara a partir de atribuciones externas y no desde la perspectiva pura y real de lo que estamos hechos.

Es deprimente, si me lo preguntan, saber que somos tan ínfimos como la cantidad de dinero que tenemos invertido, que el reconocimiento que algunos nos pueden dar está enteramente ligado a lo que vamos a ofrecer, resultando en un subsistir montado en algo que básicamente está destinado a desaparecer al cabo de muy poquísimos días.

Después llega la envidia, esa emoción que cuánto trabajo me ha costado desarraigar de mi ser; por más que me repito que no soy nada más que un viento vespertino que pronto pasará, la falsa humildad se apodera de mi persona, al tiempo que tanto en el cerebro como en el corazón soy consciente de lo mucho que me gustaría ser así, como los que tienen éxito, en lugar de estar atascado en la mediocridad.

Quisiera ser suficientemente valiente para reconocer cuando no puedo más, tener la voluntad de avanzar sin voltear a ver a otros, pero estoy bien seguro de que al día de hoy no he podido hacerlo; por más que lo intento, tiendo a tropezar, y eso provoca que tambaleen mis fundamentos, que me sienta mal, que crea que voy de bajada antes de poder ser libre. Sufro en silencio, sin que quede otra que continuar.

Porque al final, mañana amanecerá, y aquellas cosas en las que fallé hoy tal vez vuelvan a presentarse; probablemente la fortuna no me favorezca, pero siempre queda la chispa de esperanza en el aliento previo, una que observada a la distancia, en medio de la total oscuridad, marca el camino que hay que seguir, al menos hacia donde hay que voltear antes de caer de nuevo.



Honesto

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 Quiero empezar ésta publicación con un tweet que acabo de publicar: "Qué terriblemente difícil es ser honesto con uno mismo. Salen las...

 Eliminar cosas es saludable, a veces, a mitad de la noche se me da por tirar a la basura viejos textos, proyectos que nunca vieron la luz e infraestructuras en las que trabajé en el pasado. La verdad han sido días duros, quizá no deba de contar esas cosas acá, pero no estoy señalando a nadie en particular; simplemente la vida, las cosas no se me dan, los planes no despegan y estoy de bajón.

Tal vez esa es la razón por la que se siente bien dejar morir destellos del pasado, es un "descanso" en la escalera que estamos por continuar. Tengo que ir evolucionando al dejar ir aquello que no me hace bien, las anclas a momentos o ideas del pasado que por múltiples motivos, no pudieron ser.

Empecé por aquí, por los montones de sitios registrados y sin utilizar que tengo en mis cuentas, dominios dados de alta que no sirven para nada, desarrollos que no fueron a ninguna parte, deseos que murieron casi al momento de nacer. Por qué soy así, por qué mi curva ascendente es tan pronunciada al inicio cuando me obsesiono con algo, y después, cuando descubro que estoy completamente solo o que no tiene pies ni cabeza por falta de planeación, tengo que abandonar y se queda ahí como vestigio de lo que nunca pudo suceder.

Puede ser que esas cosas del pasado me pesen en el presente y no me esté dando cuenta, porque estoy tan aferrado a alcanzar un futuro y en el inter se me escapa la vida. ¿Hay buenas opciones para mí allá afuera? No tengo idea; siempre que empiezo a sentir seguridad, llega un ventarrón que me tira de bruces al piso de mi realidad.

Y es por eso que un día dejé de soñar, de hacer planes, de creer en mí, eso es lo que provocó que me fijara únicamente en lo que estoy viviendo, en lo que experimento en el presente, porque la gente cambia, así como las circunstancias que nos rodean, y la persona que hoy te dice "te quiero", quizá mañana habrá desaparecido y no tenga interés en volver a saber de ti.

Nunca entenderé eso. Pero como dije, es porque no soy tan bueno dejando las cosas suceder y avanzando con lo que sigue. Supuestamente he trabajado en el desapego, y en múltiples áreas me funciona; pero al ver cientos de textos sin publicar, códigos que no utilicé en nada e infraestructuras que jamás se concretaron, tiene sentido que reconozca que esa es una debilidad presente para mí.



 En nuestro intento de ser mejores, a veces dejamos de concentrarnos en la verdadera importancia de las cosas. A qué me refiero, a que la gente que está ahí para nosotros es lo que de verdad le da sentido a la vida, quienes nos acompañan por gusto, los que pasan tiempo con nosotros porque desean hacerlo, son en realidad el sustento de nuestro día a día.

No se trata únicamente de estar agradecido, lo que quiero hacer aquí es invitarte a no dar por sentado a aquellos que buscan mantenerse cerca, tu vida carece de significado cuando no tienes pilares fuertes, te sientes perdido cuando olvidas tu propósito, y ese propósito no es otra cosa que generar vínculos fuertes, duraderos y prósperos, que te acompañen a lo largo de tu camino por andar.

Que puedas despertar cada día sonriente por la bondad de Dios al haberte rodeado de seres especiales que aportan valor a tu existencia, que nutren y enriquecen tus experiencias, que llenan de energía, salud y belleza tu entorno.

Cada contexto importa, si quieres brillar, rodéate de quienes brillen. Si quieres triunfar, aprende de quienes triunfan. Si quieres experimentar la hermosura de vivir, envuelve tu círculo de encanto. El asunto es no quedarse quieto, sino seguir, seguir hacia lo que quieres lograr de ti.

Incluso de la soledad se aprende, y ante el hecho de dejar que la tristeza nos agobie podemos sobreponernos; esto no se trata de demostrar que eres inmenso, se trata de comprender que a veces estaremos de bajada, pero juntos crecemos y nos superamos.



Tu Círculo

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 En nuestro intento de ser mejores, a veces dejamos de concentrarnos en la verdadera importancia de las cosas. A qué me refiero, a que la ge...

 No recuerdo desde cuándo empezó. Tal vez desde siempre. Pero fue hace apenas unas semanas cuando comenzó a manifestarse de forma concreta: Un zumbido constante, apenas perceptible al principio, como si algo minúsculo se moviera muy rápido dentro de mí. Un insecto, tal vez. O algo peor.

La primera noche que lo escuché estaba tendido en el piso del cuarto, sobre una cobija delgada. El aire acondicionado llevaba horas encendido, pero el calor era sólido, como un animal respirando sobre mi pecho. El sudor me empapaba la nuca, la espalda. Me latía la cabeza con violencia. Pensé que era la presión, otra vez. Desde que me enteré que se me disparaba con facilidad, cada punzada me parecía un presagio.

El zumbido se agudizaba a las tres con once minutos en punto. Siempre a esa hora. No era externo. No venía de la calle ni de ningún aparato. Lo supe porque lo sentía dentro del cráneo, rebotando en las paredes del pensamiento. Era como si algo se riera en una frecuencia apenas humana.

No se lo dije a nadie. ¿Cómo explicar que hay algo que zumba dentro de ti como un enjambre contenido? Un poco como si doliera, como si el cuerpo supiera que algo está mal pero no decidiera gritarlo. La piel comienza a doler, a volverse intolerable, como si el cuerpo ya no te perteneciera.

Pasé noches sin dormir. Empecé a evitar los espejos porque me sentía ajeno. Mis ojos tenían un brillo extraño, cristalino. Y debajo del brillo, el cansancio. Un cansancio que no era solo físico: Era el peso de años de no saber decir que no, de cargar culpas ajenas, de haberme quedado quieto cuando debía haber corrido.

La tercera noche sin sueño, sentí que el zumbido descendía. Ya no estaba solo en la cabeza. Se movía. Bajaba por la garganta, rozaba el pecho, se instalaba justo donde la ansiedad aprieta. Me dolía respirar. Me dolía pensar.

Me arrastré hasta el baño. Abrí la llave del lavabo y me eché agua en la cara. Me miré. Me vi. No era un rostro enfermo. Era un rostro roto. Y entonces lo entendí. Me desnudé y me metí a bañar, las gotas de sudor atravesaban mi cuerpo al tiempo que las del agua fría y limpia lo depuraban. 

El zumbido era lo otro, ¿el anfitrión era yo? Lo que creció en cada noche en que no me defendí, en cada silencio que tragué por miedo a ser incómodo, en cada decisión que postergué esperando que alguien más resolviera por mí.

Me senté en el suelo. Dejé que el agua corriera sobre mis pies. Lloré. No de tristeza. Lloré como quien saca una espina larga y oxidada del alma.

Y le hablé. Al zumbido. A eso. A mí.

—No me vas a vencer. Esta vez, no.

No se fue de inmediato. Pero algo cambió. El calor no desapareció, pero dejó de sofocar. El dolor seguía, pero no paralizaba.

Estaba por amanecer, las cinco y tres.
Tomé un vaso con agua. Un libro. Puse música en la tele. No me dormí. Pero me reconforté.
Y al mediodía, cuando el sol estaba alto y cruel, abrí la casa. Dejé que el viento entrara. Lo dejé ventilar todo.

Por primera vez en años, no sentí horror. Solo un poco de espacio para mí. Y logré descansar.



El Zumbido

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 No recuerdo desde cuándo empezó. Tal vez desde siempre. Pero fue hace apenas unas semanas cuando comenzó a manifestarse de forma concreta: ...

 Hace tiempo no vengo por acá, lo sé, perdón, han pasado varias cosas interesantes alrededor de mi vida. Interesantes para mí, no necesariamente para venir a ventilarlas por acá. Mi círculo cercano se sigue reduciendo, agregamos a un par de personas y dejamos ir a otras, no he tenido proyectos como freelance en lo que va del año, tampoco los he necesitado realmente (aunque quiero retomarlo, porque hay pendientes que pagar), le perdí el amor a ciertas cargas innecesarias de trabajo, me sentí muy mal de salud en algún punto, tengo roomie nuevamente y, he de confesarlo, un par de mujeres que me hacen la vida más sencilla y hermosean el entorno.

Necesitaba la calma, y poner mis ojos en valores que de verdad importan. Desde la perspectiva de preocupaciones, ahí siguen algunas latentes, pero les trato de dar un poco menos de importancia. No las ignoro, simplemente la vida no es tan sencilla como para clavarse con esos asuntos.

En mis intentos por destacar, ustedes saben que he fracasado mucho, en mis planes por ser mejor persona, me he atorado demasiadas veces, he caído en las manos de vicios tontos una y otra vez, y cada cierto tiempo se reinicia el ciclo; hoy mismo, en algún modo, he permanecido encerrado y desvelarme es particularmente un vicio que no debería de seguir haciendo. Con la excusa de que al rato iré al cine y que puedo despertarme más tarde por ser domingo, estoy escribiendo esto a las dos de la madrugada, les digo, pésimos vicios.

Como contaba en uno de los párrafos anteriores, sigo esforzándome en alcanzar una versión un poco menos peor; pero no dejo de dudar y sucumbir ante mis miedos y los fantasmas de fracasos anteriores también hacen de las suyas cuando intento agarrar viada. No me justifico, no son excusas. Casi la mitad del año se ha ido, por ejemplo, y solamente en dos apartados de mi pequeña lista de propósitos para el año voy más o menos al día.

Pero al menos estoy tratando de cambiar algunos aspectos importantes, tanto en el interior como en el entorno más inmediato que me rodea. Darle sentido a las cosas, abrazarme de lo positivo, pasar tiempo con gente bonita y compartir con la gente que amo. Eso soy yo, al final resulta que aunque parezca que no estoy hecho para el amor, en miles de representaciones, soy el amor mismo, el amor que desesperadamente buscaba allá afuera se encuentra en mí, y sentirme suficiente es lo único que importa.

No vengo a dar clases de superación ni a recomendarte tal o cual lectura, la vida tiene formas de enseñarnos a cada uno de acuerdo a su voluntad y los entornos que nos influyan. He estado escribiendo textos diminutos a modo de prácticas en un pequeño taller literario los viernes en la noche organizado por una escritora a la que quiero mucho, seguro los pondré por acá en cuanto tenga oportunidad.

Entre los hábitos que intento implementar, se encuentra dormir bien, ustedes no lo saben pero ha sido un verdadero lío en semanas recientes; malas condiciones de sueño generandome estrés, el estrés afectando mi rendimiento general en el día, y un estado de malestar en incomodidad invadiéndome eran las cartas que venía manejando... Como dije, hoy estoy abusando, ya tengo que irme a la cama, pero tuve una explosión de dopamina hace un rato que me dio un shot energético que me ha impedido quedarme dormido como era de esperarse.



 Es cierto, funciono mejor cuando logro lo que me propongo, pero las cosas no son así de simples siempre, la ansiedad llega en consecuencia de nuestras limitaciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales y de salud. De la nada, lo que parecía ser una planicie fácil de transitar, se convierte en un terreno boscoso y oscuro, repleto de agujeros en el suelo.

No he venido a quejarme de lo difícil que ha sido iniciar este año, en términos de planes y proyectos, en cuanto a lo financiero o del hecho de que mis opciones cada vez son más limitadas. Para nada, estoy aquí tratando de reencaminar mi enfoque, y es que no están para saberlo pero llevo días sufriendo hasta con mis tiempos de sueño.

Pero encontré la manera de darle la vuelta positivamente a eso, mediante cambiar mi mentalidad a la hora de empezar a trabajar; un par de horas hacen plena diferencia. Sin embargo sé que anhelo volver a sentirme poderoso, no únicamente se trata de saber reírse de las circunstancias, hay que mejorar por la inminente necesidad de hacerlo en esta vida con fines de conservación.

Una gripe, su posterior tos, cambios físicos y hormonales en consecuencia que provocan a su vez desajustes en los ciclos, y horror por ansiedad, que termina concluyendo en una nueva dolencia que puede muy probablemente por la falta de reactivos en el cuerpo que defiendan al individuo, acabar en los inicios de otra enfermedad respiratoria, cerrando el círculo catastrófico de no-saber-qué-hacer para salir de ahí.

Me podría poner a llorar si así quisiera, pero he tomado en serio esta situación, al grado que ayer estuve unas ocho horas peleándome con el colchón, sábanas, cobijas, calor, frío, ansiedad, fastidio, sudor, desesperación, piso, mosquitos, iluminación, ruidos, temperatura, aire, palpitaciones.

¿Fue la sal? ¿Fue el café? ¿Fueron las preocupaciones? Creo que fue de todo un poco, la intranquilidad que llega como consecuencia de no haber tomado las mejores decisiones es latente; eso aunado a los límites y el control que hay que evitar que se escapen de las manos, soy un aparato que trabaja en función armónica de un microcosmos. Debido a lo anterior, resurgir implica aplicarse en cada una de las áreas que se benefician o impactan si el entorno tiene fallos de seguridad o carencia de sentido.

Algunas de estas situaciones "extremas" de días recientes llegaron como consecuencia de decisiones duras que he tenido que tomar: Remover permanentemente redes sociales de mi celular e instalarlas únicamente por periodos específicos de tiempo, agregar límites a las apps que utilizo con mayor frecuencia, reorganizar documentos en los distintos servicios de nube que poseo, quitarme el acceso a la computadora personal fuera de ciertas condiciones específicas y hacer público un link a mi colección privada de libros digitales por aquí en alguna parte.

Y es que como les digo, es crucial el control para volver al camino del bienestar, me doy cuenta de cómo la vida me sonríe cuando estoy haciendo lo correcto; a pesar de sentirme agotado durante el día, o de que el enfoque en el trabajo no ha sido tan fino como me hubiera gustado; estoy convencido de que es lo que debo de hacer, abrazarme con todas mis fuerzas a pequeños hábitos, y agradecer cada paso en el sentido favorable que se consigue dar.