Cuando tu mundo se cae a pedazos, tienes que aferrarte a cualquier lugar donde todavía exista un destello de esperanza. A veces es solo para tomar aire, otras, para dar un paso atrás y reflexionar sobre lo que has avanzado, sobre lo que has sobrevivido. Tengo la mala costumbre de juzgarme con dureza extrema en algunas áreas, como si fuera mi propio enemigo más cruel, y en otras… hacerme el ciego, fingir que no pasa nada, como si la vida se pudiera sortear con pequeños actos de autoengaño.
Hoy, sin embargo, me encuentro en una etapa distinta. Como parte del proceso de sanación que estoy transitando, he tomado una decisión: ser más honesto conmigo mismo, incluso cuando duele. Reconocer mis méritos sin sentirme arrogante, aceptar mis fracasos sin dejar que me definan. Admitir que mis circunstancias no siempre han sido las más fáciles, y que las experiencias, buenas o malas, han dejado huellas profundas que todavía estoy aprendiendo a leer.
Ver honestamente a la persona en el espejo, con sus marcas y defectos, me recuerda que a final de cuentas soy humano igual que todos: me aterro, me fatigo, me rindo. Pero bajo esa premisa también tengo la habilidad de despertar, de espabilar y recapacitar sobre las experiencias de mi pasado, aprender sobre las cosas que no debo de volver a hacer, limitar mi lengua donde no es bien recibida, y desaparecer de donde no tengo valor alguno.
No puedo permitir que este blog cumpla veinte años sin que haya una evidencia tangible de que he crecido, aunque sea un poco. Porque sería un desperdicio seguir llenando páginas con palabras que no muestren una mínima evolución. Y lo cierto es que, en este tiempo, he vivido de todo. Me he roto más veces de las que puedo contar, y cada vez he tenido que salir a buscar los fragmentos de mi alma esparcidos en los lugares más inesperados. A veces los he encontrado en espacios oscuros y hostiles; otras, en momentos que parecían inofensivos pero escondían pruebas durísimas.
No siempre me basta con aceptar, reconocer, meditar, aprender y continuar. Las heridas requieren sesiones completas para avanzar en el sentido correcto. No guardo rencores; porque si algo tengo clarísimo es que cada quién actúa a partir de lo que lleva encima. La empatía no se mide igual hacia todas las direcciones, y así como alguien puede decirme un día "me acabas de matar" por alguna decisión dura que haya tomado, la vida es justa y nos enseña que tenemos que proteger nuestro propio corazón si queremos continuar aquí. El mundo es cruel e injusto, la sociedad está podrida en gente malvada y vana, que busca últimamente su beneficio y nada más, por lo que es de esperarse que un entorno tan brusco, nos haga más realistas a la hora de lidiar con las peores tempestades.
Pero también he aprendido. He aprendido a estar a solas conmigo sin sentirme vacío. He aprendido a centrarme en lo que quiero y trabajar con constancia para alcanzarlo. No voy a mentir: ha sido un camino áspero, lleno de intentos fallidos y sueños que se han desmoronado antes de tocar la realidad. En mil ocasiones he deseado algo con todas mis fuerzas, he soñado con alguien al punto de sentirlo cerca, he imaginado un futuro tan claro que podía respirarlo… y de pronto todo se desploma, se rompe, se evapora. Queda el eco, el vacío, la necesidad de reconstruir de nuevo.
Por eso me obligo a mirar atrás, hacia lo que sí he conseguido. A recordar que, aunque no todo salió como quería, muchas cosas se quedaron conmigo y me han moldeado. Y es entonces cuando me invade un sentimiento de gratitud. Gratitud por despertar mañana, por tener la montaña esperándome, por contar con personas que siguen a mi lado a pesar de mis errores y silencios. Gratitud por entender que, aunque mis equivocaciones me parezcan gigantescas, desde una perspectiva más amplia —lógica, universal— son apenas motas de polvo.
La nostalgia puede ser la peor de las adicciones, porque nos aventura en mundos inimaginables con sujetos inexistentes hacia destinos prohibidos mientras nuestro ser se ahoga en lágrimas ante la cruda verdad. Por razones así me encantaría que el multiverso existiera; porque pensar que una versión mía de otra realidad lo está haciendo bien es un excelente motivo para arrancarme una sonrisa.
Lo curioso es que, pese a todo lo que he vivido, aún tengo dentro una capacidad casi secreta de disfrutar la vida. No lo ando contando a todo el mundo, y quizá por eso pocos lo saben. Disfruto cosas sencillas: una llamada inesperada en la que la voz del otro se siente como un abrazo; un mensaje de texto que llega en el momento exacto y logra cambiarme el día; un saludo afable de quien me conoce en la calle, mientras se me queda mirando con un rostro de familiaridad; una caminata sin prisa, sintiendo el aire en la cara y compartiendo silencios cómodos. Para mí, esos pequeños detalles son más románticos que cualquier gesto grandilocuente, porque hablan de conexión genuina.
Me propuse escribir más porque lo necesito. Lo necesita mi espíritu, que siempre ha encontrado en las palabras un refugio. Es una parte de mí que casi nadie conoce; solo las personas más cercanas se enteran de que escribo, y un número aún más reducido entiende la razón profunda por la que lo hago. No es solo un pasatiempo: es mi manera de ordenar el caos, de darle forma a lo que siento y de recordarme que, incluso en medio de las ruinas, hay belleza que vale la pena narrar.
Y siendo sincero, cuál es el sentido de caminar por este mundo si no eres capaz de resistir sus golpes, de reír sus ironías, de enamorarte de su hermosura, de disfrutar sus sabores, de aterrarte de sus horrores, de soñar con imposibles. Más vale abrazar lo que nos toca y a quienes nos aman a cada oportunidad que tengamos, pues somos un parpadeo, un pedacito, una probada.