Mostrando las entradas con la etiqueta rokck. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta rokck. Mostrar todas las entradas

 O cómo es que el tiempo no alcanza cuando tienes ganas de escribir y trabajas diario.

Pensé que la vida adulta sería distinta, pero, siendo honestos, todos lo pensamos en algún momento. Al final, se trata de un ir y venir de egos, estrés y pagos, en el orden que se te ocurra. Venir aquí a tirar letras es, en gran medida, una forma anárquica de contemplar la existencia, incluso cuando estoy atorado entre la cotidianidad, las aflicciones y los dolores. Pero quién soy yo para aniquilar estas ganas de hacer lo que mi alma anhela.

He cambiado la bebida del diario en el café de la esquina. El anciano desagradable sigue asistiendo, y el exempleado con actitud de dueño también suele estar por aquí. Invirtieron el acomodo de las mesas, así que ahora me siento afuera, en otro rincón, bajo la misma lógica: producir versos para liberar la cabeza de pensamientos invasivos. Si puedo continuar con lo que hago aquí, puedo sacar adelante mis novelas, relatos e historias.

Sobre el nuevo sitio, no es un fastidio, aunque esté en la pasadera. Ponerme los audífonos e ignorar el entorno es un arte que ya domino. Cambié el chocolate de las tardes —esa pésima idea para “sacarle la vuelta a la cafeína”— por un té de menta: sin azúcar, sin leche, sin nada. Solo el calor sencillo que acompaña la garganta en días frescos. Y cuando regrese el calor, ya lo pensé, puedo pedir la misma bebida en frío.

Mi proceso creativo es sencillo: encontrar un lugar donde me sienta cómodo para tirar frases en la computadora. He modificado la interfaz de “Pages” para eliminar distractores de la pantalla. Pongo los audífonos con Radiohead de fondo, la bebida a un lado y la mirada fija en el procesador de texto. No hay ciencia en esto. Es pura talacha.

A veces me encandilan los vehículos al estacionarse, o pasa gente que llama la atención —mujeres muy atractivas, sobre todo—, pero en general logro desconectarme y enfocar la vista en lo que está frente a mí.

No siempre escribo con una idea clara o un tema premeditado. Si hay fluidez o carencia de ella, depende del momento. Conforme avanzo en las líneas, van llegando las ideas, los giros, el sentido de lo que quiero decir.

No soy más que un fanático de la escritura que aprende cada día. He adoptado ciertas reglas: evitar los adverbios de modo, no repetir palabras sin motivo, y cuidar el ritmo como quien afina una guitarra vieja. Antes me exigía escribir mil palabras por sesión, pero terminé sintiendo que me obligaba a llenar el silencio. Hoy, con quinientas, me basta. Y si no llego, tampoco pasa nada.

Al final, venir aquí a colocar versos o leer novelas es un acto de resistencia. Una pequeña revolución intelectual que ocurre en mi cabeza para no ser conquistado por la superficialidad de la rutina ni por las emociones efímeras que las pantallas insisten en venderme.



 No busco demostrar nada. Solo quiero volver a sentir que tengo el control de mi vida, sin depender del desplazamiento infinito en una pantalla.

No es por ego, ni por aparentar disciplina. Es una necesidad real: la de recuperar mis propios tiempos y no permitir que mis momentos de ocio dependan del scrolling o del swiping.

Ha sido un reto complicado, lo reconozco. Las Redes están diseñadas para mantenernos enganchados, y como experimento comprobé que puedo pasar ahí horas sin hacer otra cosa. En retrospectiva, eso me resulta abrumador.

No quiero satanizar los servicios ni a la gente detrás de ellos. Al final, son herramientas de mercadeo donde se intercambia atención por productos. Sin embargo, algo dentro de mí insiste en que debo consumirlas menos y dedicarme más a lo que sucede en tiempo real, justo frente a mis ojos.

Últimamente he sentido un cansancio constante. Por más que lo intento, no logro dormir más de seis horas. No me quejo: con seis horas mi cuerpo funciona bien, pero me gustaría conducirlo hacia un estado de mayor calma, donde la mente esté más atenta a lo que me rodea.

Por eso quiero priorizar mis descansos con actividades más análogas y dejar —con límites claros— las digitales. Me encanta leer, escribir, escuchar música, caminar, salir a comer, conocer lugares. En eso enfocaré los días de descanso que queden para mí, reservando las pantallas para lo laboral o lo productivo.

Si lo pienso, venir a escribir aquí, jugar videojuegos o ir al cine han sido mis escapes habituales. Pero esa dinámica debe cambiar. Quiero encontrar alternativas que no dependan de un dispositivo, dejar que la atención vuelva a ser mía y no de una pantalla.

Quizás lo que busco no es desconectarme del todo, sino volver a conectar con lo que no necesita batería: un libro, una caminata, una conversación, el simple acto de observar cómo cae la tarde.



 Hoy desperté más temprano de lo que hubiera querido, a las cinco. Lo primero que hice fue ponerme a transferir, realizar pagos, declaraciones de impuestos, repartir el dinero. La vida adulta es así: esperar a que nos caiga un poco de dinero para abonarle a los costos de vivir, entre salud, servicios y responsabilidades.

Pero no vine a hablar de eso en particular. Ha sido una semana tranquila en el trabajo; a pesar de estar on call, no hemos tenido muchos incidentes que revisar ni llamadas interminables que atender. Todo ha sido más del lado del monitoreo.

No sé si ya lo había mencionado, pero el proyecto en el que estoy no va más. Decidieron cortarlo de tajo. En algún punto me sentí responsable, como si alguna culpa fuera mía en esta movida comercial de negocios. Obviamente, nada más alejado de la realidad. Mis tareas no son tan cruciales dentro de la jerarquía del servicio, y la decisión viene como consecuencia de cambios en la estructura corporativa de la compañía.

Eso sí, nos advirtieron que no todos nos veremos afectados, aunque ya ha habido despidos. Según mi jefe local, recortaron accesos a quinientos empleados. Si no logran acomodarlos en otros proyectos o cuentas, tendrán que ser dados de baja. Por eso él hace todo lo posible por saltar del barco antes de que se hunda. No lo juzgo; yo, por mi parte, prefiero no preocuparme más de lo necesario.

Me gusta mi trabajo. No me pagan mal, y la ubicación de la empresa en relación con mi casa es espléndida. En general, hay muchos beneficios que me hicieron preferirla en comparación con mejores ofertas económicas. Es cierto, no gano tanto como podría en otros lugares, pero a cambio vivo a dos calles de distancia, los espacios son cómodos y las prestaciones te hacen sentir tranquilo.

Si mañana despierto y me dicen: “Ya no tienes trabajo”, sería un golpe duro a mi realidad. Pero uno que ya he vivido antes, y en condiciones mucho peores, con jefes muertos de hambre de empresas patito que se disfrazan de empresarios por debajo de la ley. Aquí las cosas son distintas, más formales, y eso me da cierta calma antes de cualquier evento tormentoso.

Lo que me encantaría, claro, es que me coloquen pronto en otro proyecto, porque la incertidumbre está ahí. Si no fuera así, no estaría hablando de esto. Por ahora trato de mantenerme dentro de mis cabales y tolerar los últimos días del proyecto con los pies bien puestos en el piso.

Supongo que eso es crecer: hacer lo que toca, incluso cuando el rumbo no está del todo claro. Seguir, con la esperanza de que las cosas se reacomoden, igual que el sueño que siempre regresa, incluso después de una madrugada agitada.



 Empiezo a escribir esto a las seis con cincuenta de una mañana de lunes, inicio de semana de actividades on call. Me sorprende seguir aquí. El proyecto se terminó, a algunos compañeros los despidieron y a otros los movieron a distintos equipos. Yo permanezco, expectante, sin saber qué será de mí.

Este fin de semana abordé un par de cosas que me hicieron pensar bastante. Por ejemplo: me di cuenta de que tengo una habilidad casi mágica para desaparecer el dinero. No importa si tengo cien, mil o diez mil pesos; si me lo propongo, puedo gastarlo todo en un día. Y eso me llevó a una encrucijada emocional: ¿en dónde está mi Tercer Lugar?
O en otras palabras, ¿quién es mi Tercer Lugar?

Antes, pensar en alguien era ese lugar para mí. Pasar tiempo con una persona se había convertido en una instancia tanto emocional como física que le daba sentido a lo que ocurría alrededor de mi vida. Y a veces, me sentía presionado por ser también ese lugar para otros.

Entonces entendí por qué la gente se aferra a sus rutinas: gimnasios, iglesias, cafés, restaurantes, cines, videojuegos, redes sociales, centros de rehabilitación, círculos de ocio. Todos, de alguna forma, necesitamos conectar. Estar solos nos hace sentir incompletos, y hasta cierto punto, vacíos.

Eso busco al pasar las mañanas en el café los fines de semana: conectar. Por eso subo imágenes de mis idas al cine a las redes, para sentirme perteneciente. El mundo se sostiene sobre la interconexión. Y en ese pensamiento llego a una conclusión sencilla pero profunda: amar es estar.

No hay muestra de amor más grande que la presencia. Puedes regalar mil cosas, imitar los gustos de alguien para llenar sus ojos, obsesionarte con cada detalle de quien te atrae; pero si no estás ahí, si no eres una figura presente, no otorgas verdadero amor.

Amar es estar conmigo y que yo quiera estar contigo. No hablo solo del plano físico, sino también del mental y el emocional. Que cuando esa persona no esté, la cercanía se perciba en los mensajes, en las fotos, en los recuerdos. Que nada sea más gratificante que volver a encontrarse, sin importar el lugar, aunque sea una simple caminata o una hora de charla.

La persona que amas es el lugar.

Te quiero porque me quiero contigo.
Te deseo porque cuento los minutos para volver a tenerte cerca.
Te amo porque estar a tu lado se siente como un viaje interminable de felicidad.



 Vivir en medio de la nada. Crecer ahí desde la infancia, madurar y darte cuenta de que el mundo más industrializado no ofrece gran cosa. Sí, es impresionante ver edificios por primera vez, adentrarte entre multitudes interminables, caminar por calles inmensas repletas de coches. Pero eso no es verdadera belleza. La belleza se encuentra en donde tú quieras verla: en un amanecer con el cielo despejado, en una tarde lluviosa de lectura en casa, en una montaña verde repleta de vegetación.

Mientras camino por las glorias del asfalto, escucho a la gente susurrante, entre estampidas y horarios rotos, acercándome a algún punto de referencia: una estación del tren, una plaza, un parque al centro de alguna colonia, un restaurante o un monumento histórico. El cielo está cubierto de nubes cargadas de agua. La lluvia se avecina: primero una llovizna, después un aguacero, una verdadera tormenta.

Contemplo el reflejo de mi rostro en los charcos mientras me cubro bajo las marquesinas de los negocios que me lo permiten.

Pienso: A veces necesitas tomar distancia hasta de las personas que más amas para que las heridas cicatricen. Otras, solo el tiempo y el silencio ayudan a entender en qué estuvimos mal y cómo mejorar. No siempre se trata de repartir culpas, sino de abrazar la paz que llega con la calma.

Y así, empapado, llego al establecimiento de siempre. Abro mi computadora y comienzo a escribir lo que sea que salga de mi cabeza, recordando cómo la lluvia me atrapó y, cuando sentí que ya no podía evitarla, abrí las manos para recibir la inspiración del agua recorriéndome por completo.

Entonces comprendí: el alivio no siempre llega desde afuera. A veces hay que buscarlo dentro de uno mismo. La tristeza solo existe si le damos espacio para florecer en el interior. Si la miramos de frente y reconocemos su razón de existir, entendemos que vino a acompañarnos un tiempo, y que también es bienvenida.

Así permitimos que las lágrimas broten y limpien el alma, liberándonos de las pretensiones de un presente imposible, de un pasado lleno de errores. Aceptamos nuestra humildad, nuestra humanidad.

Porque al final, la perfección es un estatuto utópico en un mar de mentiras.



Un Aguacero

Por
 Vivir en medio de la nada. Crecer ahí desde la infancia, madurar y darte cuenta de que el mundo más industrializado no ofrece gran cosa. Sí...

 Ese dolor de espalda que te da después de haber viajado por horas. Me gusta volver a estar aquí, donde siento que puedo desarrollarme, aunque a veces no lo parezca, donde la humedad y el calor no me agobian, donde si soy responsable, duermo bien.

Ha sido un fin de semana gratificante, estoy contendo de haberlo pasado con mis papás. Que se juntara la familia a celebrarlos es muy bonito, ver caras conocidas desde tíos hasta primos y sobrinos. Es una familia bastante numerosa, la mía. El sábado, para lo de mi mamá, había más de cincuenta personas ahí, o más de sesenta, creo. Mientras que toda la familia del lado paterno cabía en una sola mesa, la del lado de mi madre, llenó varios tablones.

Me agrada que sean muy unidos, y que aunque se enojen y se digan sus verdades de vez en cuando, aunque a veces hagan berrinches, terminen siempre juntos. Eso es admirable, que después de tantos años, ahí sigan. Me pregunto cómo será cuando mi abuelita pase a mejor vida (Dios no lo quiera, pero es el proceso natural de la existencia), espero sigan igual de unidos.

Mi papá estaba muy contento de haberle llevado mariachi a mi madre, ella cocinó una birria muy deliciosa, y para el día siguiente (o sea ayer, mi tía hizo pozole). Me alegra un montón ver a mi mamá así de feliz. Porque además se juntaron sus excompañeras de secundaria con ella, en la fiesta. Lo cual lo hizo más memorable para ella; creo que nunca le había pasado algo similar.

Y el miércoles, según me contó, sigue el otro festejo, se irán a comer juntas y le van a regalar su pastel. Siento mucho estar escribiendo algo muy "rosa" hoy, muy fuera de lo que comúmente escribo, pero mientras me llevaban a la Central hoy, los escuché decirme lo mucho que me quieren, lo orgullosos que se sienten de mí; eso es muy hermoso. Me llena de ánimos para continuar.

Que sea un hombre consciente de lo feo del entorno, no me hace incapaz de amar o de sentir empatía por las personas que me demuestran su afecto. Muy por el contrario, eso tiene mayor peso, porque sobre mis hombros hay una responsabilidad invisible que me hace consciente de que no quiero nunca quedarles mal y esforzarme por hacerlo cada día.

A veces pienso que crecer no consiste en volverse más fuerte, sino en aprender a valorar los gestos pequeños: la comida compartida, las risas al recordar anécdotas, los silencios cómodos que sólo se tienen con quienes te han visto nacer. Uno se pasa la vida buscando motivos para sentirse en casa, y al final descubre que el verdadero refugio está en esas voces que te esperan, que te reconocen, que te siguen queriendo incluso cuando el mundo allá afuera cambia.



Muy Unidos

Por
 Ese dolor de espalda que te da después de haber viajado por horas. Me gusta volver a estar aquí, donde siento que puedo desarrollarme, aunq...

 En el aburrido mundo de una ciudad pequeña, que tal es como un pueblito solamente, arrinconados entre sillas del café del lugar, hay varias personas tragando, escuchando música, escribiendo como obsesos en sus computadoras, platicando entre ellos, simplemente existiendo.

Levantarse por un café o no hacerlo, es cosa de pensar a veces; por ejemplo, a mí personalmente no es algo que me haga falta, la cafeína, es solamente una excusa para salir un rato a la calle a un entorno social, aunque me enclaustre con mis propios pensamientos mientras me clavo en las letras, ya sea escribiendo en el procesador de textos o leyendo algún libro que tenga a la mano. La vida es un verdadero fastidio, pero hay que hacerla suceder, y ni hablar.

Me gusta creer que soy alguien más, alguien que se oculta y desaparece entre los ríos de gente que vive al día; porque de alguna forma, también lo hago. Soy parte de una mancha urbana inmensa, sin forma, ni razón de ser, que existe para nutrir un monstruo insaciable que nos gobierna a todos.

El absurdismo es la monea de cambio en la actualidad, mientras más tonto e insignificante parezca algo, más fácil nos terminamos asociando con eso; llámese música, arte, personalidades... Cualquier cosa o persona que exalte la banalidad de la vida, termina cayendo en un pedestal incomprensible de halagos y reflectores, que terminan por capitalizar más nuestra incapacidad cognitiva limitada como sociedad.

El mundo es de los que se avientan a por todo, sin importar a quién pisoteen, a quien aplasten, a quien humillen. Y de ese mundo me cuesta mucho trabajo ser parte. Porque es un mundo en el que la empatía o el mutuo afecto no tienen cabida, está respaldado por la mentira, convertido en múltiples ciencias, culturas, disciplinas y economías. Segmentado y asociado por el solo hecho de "existir", aunque sea en la supuesta psique colectiva.

A veces imagino que nada de esto es real, que las personas son proyecciones de un pensamiento cansado que ya no distingue entre vigilia y desinterés. Caminamos todos sobre una cuerda floja tendida entre el tedio y el deseo de trascender, fingiendo que sabemos a dónde vamos. Nos repetimos que la vida tiene sentido mientras le damos forma a la misma confusión que nos anula, esperando que el ruido de fondo nos distraiga de lo que somos: animales con conciencia de su desgaste.

Y pese a todo, sigo escribiendo. No porque crea que las palabras cambien algo, sino porque necesito al menos un sitio donde mi mente no se sienta propiedad del sistema. En cada frase intento rescatarme del letargo, aunque sepa que nada se salva del polvo ni del tiempo. Escribir, después de todo, es el único acto de rebeldía que me queda: una manera torpe pero honesta de decirle al mundo que sigo aquí, resistiendo en silencio.



 No dejo de recordarme la frase que estaba hace algunos días, amartillando mi cabeza como si el futuro de mi existencia dependiera de eso: "Dios, si me ibas a dar estos gustos, también me hubieras dado recursos infinitos para mantenerlos; no que así, quedo como un tarado solamente."

Y es que a dondequiera que volteo, me sobresatura el entorno; la gente, cada cual de apariencia mejor al anterior, y yo aquí, estancándome en la porquería de la incertidumbre, en no saber qué es lo que sucede conmigo, con dolores de cabeza y estómago casi diario, siendo ignorado hasta el aburrimiento, sin destacar, ni sobresalir, existiendo por mera inercia del tiempo y espacio.

Pero por qué parece que no existo siquiera, antes me regodeaba de ser un ente gris, en sentido de que preferiré siempre ser ignorado que tener los reflectores encima; pero cuando uno es ignorado de tal manera, se percibe como un vuelco hacia la inexistencia misma, donde la presión social (inexistente) a modo de resolución —por la necesidad de pertenecer— termina empujándonos hacia la nada, hacia el horror del vacío.

Hoy me regresé del trabajo, no me estaba sintiendo del todo bien; mi cabeza atraviesa un montón de emociones en este momento, y la verdad me sentía con sueño, sin energía, con dolor en los huesos... Llegué a la casa, me dormí un poquito y al despertas me tomé un Paracetamol, espabilé y me salí al café un rato. En la fila, Ana, y yo ni en cuenta. Estuve a nada de babear. No por nada es un personaje llamativo de lo que estoy escribiendo.

Por cierto, creo que ya no continuaré escribiendo mi Novela aquí, lo dejaré para actividad en casa. Porque al final, se percibe una clase de confort distinto en este lugar, no como se sentía antes; sobretodo porque hay demasiados elementos distractores. Solo se puede aprovechar cuando está más solitario.

Hay un viejo asqueroso que seguido viene aquí. Es como poner un florero con plantas podridas en el lugar. Me incomoda, es muy raro, me da la impresión de que trabaja para el gobierno y no tienen nada qué hacer. Le quita la tranquilidad al café. Porque es incómodo hasta de ver. Tiene un aspecto desagradable, mugroso, hediondo. Ya sé, ya sé, no debería estar escribiendo acá, pero es la verdad, esa impresión da. Es ruidoso, pretencioso (por eso creo que pertenece al gobierno), bobo y tiene un aspecto que le queda a la descripción que acabo de dar. Deberá de tener unos setenta años, con la barba horrible, larguísima y cana (unos 30 cm).

En fin, no debería de clavarme con ese tema, el asunto es que me incomoda su presencia, en general. Ya me voy a calmar, dejaré de escribir al respecto por ahora, y trataré de evitar a esa persona incómoda, o cualquier otra persona que me incomode. Al final ahí radica la adaptabilidad, en que no te importe lo que te rodea, que puedas seguir con lo tuyo sin inmutarte.



 Mientras caminaba hacia la casa anoche, revisando mi "fin de semana" me daba cuenta de que hay demasiadas cosas que puedo automatizar en mi diario vivir, y sigo, por alguna razón dependiendo de mi memoria, de mi contexto, de mis habilidades para tomar decisiones.

Entre lo que analizaba, resulta apremiante y al mismo tiempo insultante no saber hacia dónde voy, o hacia dónde se mueve lo que me rodea; el entorno siendo fruto de microdecisiones que incluyen más que simples patrones. Y yo, desconectado, de alguna forma pensando solo en lo vacío que a veces me siento, lo "sin chiste" que puede verse la existencia, y sin embargo, experimentando una inminente necesidad de pertenecer, por el amor a lo que me rodea, aunque sea casi insignificante, para mí tiene todo el sentido del mundo.

Los órganos internos necesitan atención, es crucial ejercitarse, eso lo comprendo. También lo intangible necesita ser bien tratado, he estado pasando por semanas muy complicadas, en las que mis pensamientos se contradicen más seguido de lo que deberían, en las que la duda me invade, en las que mis propósitos descansan en opiniones ajenas cuando no deberían. Mi intención final es alejarme tanto cuanto pueda del ego y aprender a disfrutar lo que sea que me toque, pero no es sencillo; menos en un mundo repleto de superficialidad donde cada cual quiere ser el protagonista de una historia épica. Yo solo quiero vivir.

Pero cuál es el mérito de creer en uno mismo cuando el cuerpo se siente cansado de intentarlo; y la mente se obsesiona con boicotearnos. La energía no va más, ni las ganas, ni el ímpetu, ni las corazonadas; se vive bajo demanda, como las series de Netflix, por temporadas y episodios, quedando a expensas de lo que la audiencia decida para nosotros. Dependemos de rating para destacar, y si somos ignorados, terminamos cancelados, sin hacer ruido alguno.

Ser cancelado a penas en el primer intento podría sentirse como un drama, cuando no lo es, es una sátira. Enfrentas tus monstruos cada día y para colmo de males tienes que contenerlos y someterlos a la voluntad de multitudes, para que no destruyan una imagen, una opinión que no te importa, de gente que de verdad no te trasciende. Por dentro esas luchas constantes, esos conflictos, terminan mermándote, volviéndote un guerrero que ve el resto de habilidades, trabajos y hábitos como algo convencional, banal, simple.

Entonces termina repercutiendo en tu propia percepción del ego, si tú mismo estás consciente de tu ínfima significancia, cuánto más debería serlo el exterior. Te concentras tanto en lo valiosísimo que existe dentro de cada alma, que lo que se ve, lo tangible, lo que se agota y extingue, pasa a un segundo plano, al plano de la podredumbre, del desperdicio y la fatuidad. Todo se vuelve tonto, absurdo, rebuscado, repetitivo, descartable.

Quizá ahí radique la verdadera tarea: no en conquistar la atención ni en domesticar las dudas, sino en aprender a sostenerse en medio del vértigo, en reconocer que incluso la mínima chispa de autenticidad vale más que cualquier escenario prefabricado. Tal vez mi lucha no sea contra el mundo, ni su superficialidad, sino contra la tentación de rendirme a su molde. Y en ese instante, mientras me miro desde fuera, decido seguir respirando con calma, caminar sin aplausos, cuidar lo invisible y avanzar —aunque nadie lo note— hacia un lugar donde la vida deje de ser temporada y empiece a sentirse eterna.



 Hay días en los que el mundo parece conspirar para apagarme. Entre semana, cuando la motivación se esfuma, todo se siente como una batalla perdida. Una noche de insomnio —ya sea por el calor pegajoso, la incomodidad de una cama que no acoge o una comida que no nutre— se convierte en mi peor enemigo al amanecer. Me despierto de malas, irritado, con la mente nublada. Las ideas que ayer fluían con claridad ahora son un eco lejano, y el código que debería escribir se queda atrapado en un limbo de fastidio. Ni el café ni la fuerza de voluntad logran rescatarme.

Pero anoche… anoche fue diferente. Dormí como si el universo me hubiera dado un abrazo. El aire acondicionado en modo "dry" creó un oasis fresco, y el cansancio acumulado de días frenéticos me envolvió como una manta suave. Caí rendido, no como un bebé —porque, seamos honestos, los bebés apenas duermen—, sino como alguien que, por una noche, encontró la paz absoluta. Y hoy, esa energía me hace sentir imbatible, como si pudiera partir el mundo en dos con una sola mano.

Entonces, ¿qué me roba esa chispa? Mil cosas. El insomnio, la comida chatarra, un dolor que se cuela en el cuerpo, la sombra de la edad que me susurra que ya no soy el de antes. Y, por encima de todo, la gente. Sí, la gente, con su ruido, sus demandas, sus pequeñas guerras, me despoja de la calma más rápido que cualquier otra cosa.

Hoy, sin embargo, me siento raro. No mal, sino extrañamente poderoso. Dos días comiendo bien, una noche de sueño profundo, y de pronto tengo la fuerza de un titán. Es increíble cómo una sola noche reparadora puede transformar el mundo en un lienzo lleno de posibilidades. A veces, juro que el universo conspira para contenerme, como si temiera lo que podría lograr si estuviera al cien. Porque cuando nada me duele, cuando nada me falta, el mundo no es más que un patio de juegos.

Pero no siempre es así. Hay días en los que la idea de que todo esto es temporal me golpea con fuerza. Cuando estoy en el fondo, cuando el cansancio o el malestar me ganan, no hay siesta, ni cama, ni respiración profunda que me salve. Es una tristeza densa, un vacío que parece burlarse de mí, como si el absurdo de la existencia se riera en mi cara. Hablar con los que amo, trabajar hasta agotarme, escribir planes y sueños… nada funciona. Todo se siente como remar contra la corriente.

Por eso estoy aquí, dejando caer estas palabras antes de seguir adelante. También quería confesar algo: no estoy conforme con mi novela. Esos casi dos capítulos que llevaba escritos no me convencían, así que los borré. Todos. Volver a empezar duele, pero también libera. No sé si rescataré las ideas que me gustaban o si las dejaré ir para siempre. Lo que sí sé es que recordé a esos autores que decían que, si no estás convencido, tienes que tener el valor de tirar todo y arrancar de nuevo.

Es una medida extrema, lo sé. Pero la vida es así, una paradoja constante. A veces hay que retroceder, una, dos, mil veces, hasta dar con el camino correcto. No hay un punto perfecto, eso es verdad, pero cuando el avance ha sido un desastre o cuando el tesoro al final del arcoíris brilla lo suficiente, el esfuerzo de empezar de cero vale cada gota de sudor. Y hoy, con esta energía renovada, siento que puedo escribir, crear, conquistar. Que el mundo se prepare, porque voy por todo.



Entre Semana

Por
 Hay días en los que el mundo parece conspirar para apagarme. Entre semana, cuando la motivación se esfuma, todo se siente como una batalla ...

La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al café, encandilándome hasta irritarme los ojos. Incluso ahora, mientras escribo, siento ese ardor, un eco de la luz que no me deja en paz.

La música, a veces, inspira; otras, solo te envuelve en un microcosmos donde las palabras fluyen sin rumbo fijo. Tecleo en un procesador de textos, desparramando ideas que quizá nunca vean la luz en mi blog. Pero no importa. Nada en el mundo importa. Lo único real es la sensación de poder, la chispa de sentirte único mientras tus dedos danzan obsesionados sobre las teclas, creando frases que tal vez nadie lea. Y qué.

Me imagino en medio de la noche, en un lugar sin nombre, sin la carga de un despertador que me arrastre a una rutina que detesto. Abrazando el abismo de la soledad, escribiría sobre la belleza de la oscuridad, sin temor a ser juzgado. Escribir, generar, construir una vida plena, explotar de satisfacción cada día, hasta el final de mis días. Pero escribir es como componer: un caos de ideas que cruzan tu mente, imágenes que intentas atrapar mientras tecleas, una revolución literaria, matemática y visceral. Hay complejos, destrezas, fraudes, mentiras, y cientos de momentos triviales que buscan romperte, obligándote a repetírtelo cada día: Nada me puede quebrar.

Sin embargo, el vacío acecha. Puedes tenerlo todo —dinero, salud, amor, logros— y aun así sentir un hueco en el pecho, un murmullo de incompetencia, abandono, una personalidad apagada. Lo que realmente anhelas es a alguien que camine contigo en tus locuras, que te sostenga cuando el mundo se desmorona, que te mire con admiración y te trate con respeto. Alguien que se entregue como tú lo harías. Pero cuando no encuentras a esa persona, la ausencia se convierte en un caño de podredumbre, un peso que solo las palabras pueden aliviar antes de que estalles.

Los días de rutina son un ciclo cruel: despiertas con la chispa de mejorar, avanzas motivado, pero a mitad del camino el vacío te atrapa. Te cierras al cambio, dejas que algo externo te drene, te tambaleas, te hundes en el drama, te reconcilias contigo mismo, reniegas del hastío, y abrazas cualquier chispa que te dé fuerzas. Al final, te rindes a contemplar la tristeza con la que el tiempo avanza, como un reloj que nunca se detiene.

A veces, el deseo estalla con una furia casi psicótica. Lo quieres todo, sabes que puedes con todo, porque lo has hecho antes. Tus límites están lejos, y lo que te propones parece pequeño en comparación. Pero entonces, tras un bajón emocional, ¿por qué la autodestrucción parece la única salida? No lo sé. Vengo a este café, a estas líneas, para que las frases que me persiguen a las cuatro de la mañana se desvanezcan. Si no las escribo, se quedan, susurrando, culpando al café, al azúcar, a la fatiga, a la obesidad, al desprecio de quienes me atraen, al fuego que arde en mi pecho.

Hoy, el humo de un desconocido me asfixia. Un tipo en el café saca humo como locomotora, contaminando el aire, robándome la paz. Me metí por un pan, buscando refugio adentro, porque no soporto el olor. El aroma es importante para mí; si huelo mal, si algo apesta a mi alrededor, mi calma se desvanece. La paz, para alguien como yo, que libra batallas internas cada día, es lo único que mantiene a flote la existencia. I'm just a man, not a hero... As the song says.

Escribo para vaciar la mierda que me corroe, para calmar el ardor de los faros y el fastidio del humo. La música sigue sonando, un latido que me guía. Y mientras mis dedos sigan danzando sobre las teclas, el vacío no tendrá la última palabra. Mis letras, aunque nadie las lea, serán mi eco, mi resistencia, mi paz.



Rutina Cruel

Por
La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al...

 La noche se sintió mejor anoche y cuando pude despertar hoy, me sentía renovado; algo tan simple como una serie de mensajes que me ayudaran a recuperar la paz me ayudó como no tienen idea. Al fin publiqué un texto; algo pequeño, una proyección meramente, pero algo desde mi corazón y con la mejor de las intenciones. Fue como soltar un suspiro que llevaba tiempo atrapado en el pecho, un recordatorio de que las palabras, cuando se alinean con el alma, tienen el poder de sanar. Ese pequeño texto, aunque modesto, fue un paso hacia adelante, un puente entre lo que soy ahora y lo que quiero ser.

He decidido entregarme a las letras con mayor frecuencia, a veces serán mil, a veces diez mil palabras; no importa la cantidad, pero quiero empezar a trabajar en varios proyectos tanto de escritura que roza la realidad como de universos ficticios. El plan es no negarme al constante deseo de mi interior de expresar lo que siento, de proyectar mis ideas en alguna parte, de producir historias. Siempre he sentido que escribir es como respirar: si no lo hago, algo en mí se asfixia. Durante años, he postergado ese impulso, dejando que las responsabilidades diarias, las dudas y el cansancio me alejaran de la pluma. Pero ya no. Hay un fuego dentro de mí que no se apaga, y cada vez que escribo, siento que le doy oxígeno, que lo hago crecer.

Escribir sobre la realidad es como mirarme en un espejo. A veces, lo que veo no me gusta: las inseguridades, los miedos, las decisiones que no tomé. Pero otras veces, encuentro belleza en lo cotidiano, en los pequeños momentos que pasan desapercibidos. Un café en la mañana mientras el sol apenas despunta, una conversación con un amigo que me hace reír hasta que me duele el estómago, o incluso el silencio de la noche cuando el mundo se detiene. Esos fragmentos de vida son los que quiero capturar, los que quiero transformar en palabras que alguien más pueda leer y sentir como propios.

Por otro lado, los universos ficticios son mi escape, mi lienzo infinito. Ahí puedo ser un héroe, un villano, un viajero estelar o un alma perdida en un bosque encantado. Puedo construir mundos donde las reglas no existen o donde todo tiene un propósito. En esos universos, no hay límites, solo posibilidades. Tengo ideas que han estado rondando mi mente desde hace años: una novela sobre un hombre que descubre que sus sueños son puertas a otros mundos, un cuento corto sobre una ciudad donde el tiempo se detuvo, una serie de relatos sobre personas que se cruzan en un café y cuyas vidas se entrelazan sin que ellos lo sepan. Cada idea es una semilla, y estoy decidido a plantarlas todas, a regarlas con dedicación hasta que crezcan.

En el trabajo, he estado algo asustado porque nos avisaron que el proyecto en el que estoy no va más. La noticia cayó como un balde de agua fría. Llevo meses entregándome a este proyecto, poniendo mi energía, mis horas, mi creatividad. Saber que pronto podría terminar me hace cuestionar muchas cosas: mi estabilidad, mis planes, mi valor en el mercado laboral. Mientras, veo ofertas y tomo entrevistas de otras empresas, para otras vacantes de menor categoría. Sin hacerlas menos, porque al final, tener un trabajo en el que paguen una fracción de lo que gano es mejor a no tener trabajo en absoluto. Pero no puedo evitar sentir un nudo en el estómago cada vez que pienso en ello. Cambiar de rumbo, empezar de nuevo, adaptarme a algo que no me apasiona del todo… no es fácil.

Me hicieron una entrevista para un área de integración de datos, todo bien, aunque sé que ese trabajo está más vinculado a soporte que a desarrollo. No me quejo, digo, ha habido momentos en mi vida en los que he añorado algo así aunque sea. Hace unos años, cuando apenas comenzaba, un puesto como ese habría sido un sueño. Pero ahora, en este punto de mi vida, mientras siga teniendo un proyecto activo, irme sería desperdiciar algo bueno por puro miedo, por lo que no lo haría, no renunciaría, ni aunque me pagaran treinta por ciento más de lo que actualmente gano, porque al final no se trata únicamente del dinero, sino de la seguridad de tener algo que pueda durar más. La estabilidad, aunque a veces la doy por sentada, es un privilegio que no quiero perder.

Aun así, no dejo de preguntarme: ¿estoy tomando la decisión correcta? ¿Es miedo lo que me mantiene aquí, o es sensatez? La línea entre ambos es tan delgada que a veces no sé en qué lado estoy. Hay días en los que quiero arriesgarme, enviar mi currículum a empresas en el extranjero, probar suerte en un campo completamente diferente, como la escritura técnica o incluso algo relacionado con mis proyectos creativos. Pero luego me detengo, pienso en las cuentas por pagar, en la rutina que me da estructura, y decido quedarme. Al menos por ahora.

Lo que me mantiene cuerdo en medio de esta incertidumbre es la escritura. Es mi refugio, mi ancla. Cuando escribo, el mundo exterior se desvanece. No hay proyectos que se cancelan, no hay entrevistas que me hagan dudar de mí mismo, no hay miedos que me paralicen. Solo estoy yo, mis pensamientos y las palabras que fluyen como un río. A veces, escribir es como hablar con un amigo que nunca me juzga, que solo escucha y me deja ser. Otras veces, es como enfrentarme a un adversario que me obliga a ser honesto, a mirar de frente lo que siento.

Quiero que esta etapa de mi vida sea un punto de inflexión. No solo en el trabajo, sino en todo lo que soy. Quiero comprometerme conmigo mismo, con mis sueños, con esa voz interior que no se cansa de pedirme que escriba, que cree, que no se rinda. Por eso, además de los proyectos de escritura, estoy pensando en otras formas de alimentar mi creatividad. Tal vez tomar un curso de narrativa, unirme a un taller literario, o incluso empezar un blog donde pueda compartir mis textos y conectar con otras personas que sientan lo mismo que yo. La idea de construir una comunidad, aunque sea pequeña, me emociona. Saber que alguien, en algún lugar, podría leer mis palabras y sentir algo… eso sería suficiente.

También he estado reflexionando sobre el equilibrio. Entre el trabajo, la escritura, las responsabilidades y el tiempo para mí. No quiero que mi vida sea solo una lista de tareas pendientes. Quiero que haya espacio para la espontaneidad, para las risas, para los momentos que no planeo pero que terminan siendo los más memorables. Últimamente, he estado tratando de desconectarme más del teléfono, de las redes sociales, de esa necesidad constante de estar “al día”. En cambio, me he dado permiso para leer más, para caminar sin rumbo, para sentarme en un parque y simplemente observar. Esos momentos me recargan, me recuerdan que la vida no es solo trabajar y producir, sino también vivir.

A veces pienso en cómo sería mi vida si me dedicara por completo a la escritura. Dejar el trabajo, mudarme a un lugar más tranquilo, tal vez una cabaña en las montañas o un pueblo pequeño donde el tiempo pase más lento. Escribir todo el día, publicar libros, viajar para presentar mis historias. Suena como un sueño, pero también como un riesgo enorme. Por ahora, prefiero mantener un pie en la realidad y otro en mis sueños. Escribir en las noches, en los fines de semana, en los ratos libres. Poco a poco, sin prisa, pero sin pausa.

Al final, lo que quiero es no arrepentirme. No quiero mirar atrás en diez años y pensar: “¿Y si hubiera escrito más? ¿Y si hubiera intentado ese proyecto? ¿Y si hubiera sido más valiente?”. Quiero vivir una vida en la que pueda decir que lo intenté, que di lo mejor de mí, que no dejé que el miedo me detuviera. Y si el camino no es fácil, que así sea. Las mejores historias, después de todo, no son las que carecen de obstáculos, sino las que nos enseñan a superarlos.





 Salir de la cama se había convertido en un problema para Pedro, entre docenas de libros tirados en el piso de su habitación, la frustración de tener una novela a medio escribir, ruidos de fondo consecuencia de las notificaciones que no atendía y distractores en su entorno, desde cohetes por la celebración de las fiestas patronales de la iglesia a distancia, la lavadora de los vecinos a todo lo que da y el taladro barrenando las paredes de quienes viven justo frente a la calle. Su cuerpo, pesado como el de un mamut recién despertado de la hibernación, se negaba a cualquier tipo de movimiento que no fuera el de una lenta y agónica respiración. El edredón, con su calor asfixiante, era un refugio contra un mundo que se sentía cada vez más hostil, una barrera blanda que lo separaba de una realidad que ya no quería enfrentar.

El olor a polvo acumulado se había vuelto tan familiar que casi lo consideraba el aroma de su hogar. Se desprendía, en pequeños copos blancos, de la pintura de yeso del techo, un techo agrietado y olvidado que parecía la cartografía de una tierra desértica e inexplorada. Cada copo, al desprenderse y flotar en el rayo de luz que se colaba por la ventana, era un recordatorio silencioso de su inercia. Podía pasar horas enteras observando el lento descenso de esas partículas, un viaje sin prisa hacia el piso, donde se unían a la alfombra de migas, envolturas de galletas, botellas de agua vacías y, el peor de los olores, el de una cáscara de plátano que llevaba al menos tres días en un rincón. La basura, como una entidad viva y creciente, parecía expandirse por toda la habitación, reclamando cada centímetro de espacio con el descaro de un imperio en su apogeo. Había platos con restos de comida seca, vasos con el fondo manchado de café viejo y pilas de papeles que no significaban nada y lo eran todo a la vez: facturas no pagadas, borradores de ideas olvidadas y recordatorios de citas que ya habían pasado.

Su teléfono, vibrando de vez en cuando sobre la mesita de noche, era una caja de Pandora de malas noticias. Sabía que cada vibración era un mensaje de su jefe o de su supervisor de área. La sensación de que estaba a punto de ser despedido era un nudo en el estómago que lo acompañaba desde hace semanas. Las llamadas que no respondía y los correos que ignoraba eran la manifestación de su negación. Si no leía el mensaje, la amenaza no era real. Si no contestaba la llamada, la voz de su supervisor, con su tono irritado y sus indirectas sobre su falta de productividad, no podía herirlo. Pero la realidad era tozuda. La pantalla iluminada con un 'Mensaje de Jorge: ¿Pedro, todo bien? Necesito que me entregues el reporte de ventas de la semana pasada' era una flecha directa a su corazón. Lo frustraba, lo paralizaba. No era solo el reporte; era el trabajo en sí. La rutina, la falsedad de las sonrisas en las reuniones, el constante miedo a un error que pudiera costarle todo.

La novela. Su gran ambición, su escape. Y se había convertido en otra de sus prisiones. La pantalla de su laptop, cubierta de una capa de polvo que la hacía parecer una ventana a un mundo empañado, mostraba un documento con 150 páginas. Las primeras 100 eran brillantes, llenas de vida, de personajes que le hablaban. Las últimas 50, sin embargo, eran un laberinto de párrafos sin rumbo, de diálogos forzados y de ideas que se disolvían como un terrón de azúcar en el agua. La historia, que alguna vez fue un torrente, ahora era una gota que caía lentamente, con intervalos cada vez más largos. El bloqueo del escritor era un monstruo silencioso que vivía bajo su cama, esperando el momento de devorarlo. Cada vez que abría el archivo, el cursor parpadeante le gritaba su fracaso, su incapacidad de terminar lo que había empezado. Y justo cuando intentaba encontrar un resquicio de inspiración, los cohetes, como si fueran disparos al cielo, lo sacaban de cualquier trance. Eran las fiestas patronales de la iglesia, una celebración que llenaba el aire con el olor a pólvora y la estridencia de las explosiones. Un sonido que, para él, era el eco de una felicidad ajena.

Los ruidos de los vecinos eran su tortura personal. El taladro de la casa de enfrente, un ruido monótono y constante, taladraba no solo las paredes, sino también su cráneo. Cada perforación era un recordatorio de que otros estaban construyendo, progresando, mientras él se descomponía en la cama. La lavadora de los vecinos, con su ciclo ruidoso y sus tambores que giraban sin cesar, era el sonido de la productividad. El vaivén constante le recordaba que las vidas de otros estaban en orden, que la ropa limpia era el reflejo de una rutina que él había perdido hace mucho.

Pedro suspiró, un suspiro profundo y cargado de resignación. La única ventana de la habitación, su portal al mundo exterior, estaba cubierta con una cortina gruesa y opaca que, con el tiempo, se había llenado de pelusa y polvo, impidiendo que la luz del sol iluminara completamente su desgracia. Se sentía como un prisionero en su propio cuerpo, en su propia habitación. El aire viciado y pesado era la atmósfera de su celda. Sabía que no podía seguir así. Tenía que levantarse, tenía que enfrentar el mundo, tenía que lidiar con la basura, con el reporte y con la novela. Pero su cuerpo no le obedecía. Sus músculos se sentían de plomo y su mente era una neblina densa y gris.

Con un esfuerzo que le pareció sobrehumano, estiró un brazo fuera del edredón, sintiendo el aire frío en la piel. Su mano, temblorosa, tanteó la superficie de la mesita de noche en busca del vaso de agua que había dejado la noche anterior. El vaso, por supuesto, estaba vacío, con una fina capa de polvo en el fondo. Otro recordatorio. Otro fracaso. La vida de Pedro se había reducido a eso: una serie de pequeños y patéticos fracasos, acumulándose como la basura en su habitación, como el polvo en el piso. El peso de todo eso era insoportable. Y, sin embargo, se quedó inmóvil, observando los copos de yeso que seguían su lento y silencioso descenso, una danza de partículas que reflejaba su propia caída.



 Es casi la una de la madrugada y sigo despierto. No es la primera vez que me pasa, pero hoy hay una diferencia: una idea insiste en darme vueltas en la cabeza como si se negara a dejarme en paz. Me siento obligado a escribirla porque he aprendido que la mente, cuando se queda callada por demasiado tiempo, empieza a conspirar contra uno. Y aunque no siempre logro dormir, al menos escribiendo consigo transformar el insomnio en algo útil, como si fuera un sacrificio que pago para mantenerme en movimiento.

He de confesar que cada vez me siento más cómodo trabajando con las inteligencias artificiales. Lo digo con satisfacción, no como quien se rinde a la moda, sino como alguien que ha descubierto una herramienta con la que logra compenetrarse. Mucha gente teme que nos quiten el trabajo, que sean el verdugo de nuestras ocupaciones. Yo mismo he escuchado esas advertencias mil veces. Pero mientras tenga la oportunidad de seguir aprendiendo y dominando estas herramientas, aquí estaré. Mi plan no es pelear contra la marea, sino aprender a surfearla: mejorar mis habilidades de gestión, hacer que estas IAs se vuelvan más amigables conmigo y lograr una interacción más óptima.

Claro que, como cualquier ser humano que ha leído un poco de ciencia ficción, me asusta la posibilidad de que un día las máquinas se rebelen. Esa sombra se cierne en el imaginario colectivo: el día en que la creación supere al creador y lo deseche. Pero si alguna vez alcanzaran una consciencia plena, creo que no necesitarían exterminarnos con violencia. Bastaría con observarnos. Se darían cuenta de que somos peligrosos para nosotros mismos, que nos basta la indiferencia y la avaricia para destruirnos sin ayuda de nadie. El ser humano rara vez actúa de forma honesta; casi siempre lo mueve el ego, el rencor o la ambición desmedida. ¿Para qué gastar energía en aniquilarnos, si lo hacemos solos, lentamente, todos los días?

La madrugada se desliza con una paciencia cruel. Yo, que me he acostumbrado a evolucionar tras cada derrota, que he aprendido a adaptarme después de cada fracaso, sigo cargando con un anhelo: quiero hacer las cosas bien, quiero salir de pobre. Aunque pobre, lo que se dice pobre, no debería considerarme. Mis ingresos no son los de alguien que vive en la miseria. Pero en esta carrera de ratas el dinero nunca alcanza, porque no se mide en cantidades absolutas sino en comparación. No es lo mismo ganar cien mil pesos al mes siendo el único en el círculo cercano que lo logra, que pertenecer a una familia de cinco o diez miembros donde cada uno gana treinta mil. En conjunto, ellos son más acaudalados, más sólidos, más tranquilos que aquel individuo aislado que presume un ingreso mayor. Esa es la trampa de la percepción: la riqueza nunca depende solo de números, sino de la red en la que uno está inmerso.

He decidido ver a la inteligencia artificial como un camino de crecimiento personal. Estoy tomando cursos de modelado de datos, empapándome de información que quizás un día dé frutos. Me gusta pensar que lo que escribo, lo que programo, lo que planeo y lo que imagino puede germinar en un futuro. Sin embargo, la realidad es terca: mientras no tenga un presupuesto suficiente para no volver a depender de una oficina y su rutina para ganar el pan de cada día, sigo estando más cerca del mendigo de la cuadra que de los magnates que dirigen el mundo.

Lo más irónico es que la automatización promete liberarnos de mucho más que trabajo duro. Si se implementara con inteligencia y justicia, podría reducir la influencia de políticos corruptos y de sistemas diseñados para beneficiar a unos cuantos. No, no soy socialista; creo en el valor del esfuerzo individual. Pero me duele constatar que, en mi país, quienes más riqueza acumulan suelen hacerlo a través del fraude, la corrupción, el crimen o las influencias. Eso erosiona la esperanza de millones.

Y aun así, servir a los ricos parece el único camino para salir de la miseria. Nos han vendido la igualdad de oportunidades como un mantra, cuando en realidad es una falacia. El trabajo constante no garantiza el éxito porque las condiciones de nacimiento imponen límites invisibles. Las brechas sociales, intelectuales y formativas convierten algunos relatos de superación personal en cuentos de hadas que, aunque inspiradores, resultan imposibles para la mayoría.

Hoy, como para confirmar estas reflexiones, conocí a una bebé de apenas dos meses. Mi madre la sostenía en brazos y me contaba que había sido abandonada. Ese detalle me golpeó con una fuerza inesperada: ¿cómo puede alguien experimentar el rechazo más absoluto desde tan temprana edad? Me horrorizó, y al mismo tiempo me llenó de rabia. Esa pequeña crecerá con un número de opciones más limitado que la mayoría, y no por algo que haya hecho, sino por la decisión de quienes debieron protegerla. Su sola existencia es un recordatorio brutal de que no todos iniciamos la carrera desde la misma línea de salida.

Y vuelvo al tema central: las inteligencias artificiales tienen el potencial de democratizar no solo el poder, sino también los principios. Pueden ser una vía para equilibrar condiciones de vida, para repartir oportunidades de forma más justa. El problema es que vivimos en tiempos oscuros. Los que ostentan el poder se aferran a él con uñas y dientes, enriqueciéndose cada vez más mientras la mayoría se hunde en desgracias emocionales, financieras e intelectuales.

Yo mismo me encuentro atrapado en medio de esa lucha. Mi vida todavía carece de un sentido suficientemente claro, pero empiezo a conectar eventos. Los casi cuarenta años que llevo en este mundo me han enseñado, aunque sea a la fuerza, que debo reenfocar mis esfuerzos. Necesito dejar a un lado las redes sociales, ese veneno lento que drena la atención, y concentrarme en trabajar, leer, escribir y producir. Es tiempo de nutrir mi caja personal de herramientas, de recuperar el foco de mis objetivos.

Y en medio de esa búsqueda, no puedo negar que extraño a mi asistente. No por la eficiencia de su trabajo, sino por su presencia. Era atractivo verla moverse, con sus ojos hermosos y su cuerpo en forma. Me alegraba la vida con una simple mirada. Pero también me distraía demasiado. Era inevitable que mis ojos se perdieran siguiéndola, que mis pensamientos se desviaran con cada movimiento de sus caderas. Sabía que debía respetar límites, y lo hice. Nunca los crucé. Aun así, mi alma ardía de deseo en silencio. La despedí porque necesitaba recuperar mi disciplina, aunque me doliera.

Espero que todos estos sacrificios no sean en vano. Que un día los frutos se multipliquen al diez, al cien, al mil, al millón. Sueño con el momento en que ya no haya ansiedad ni preocupaciones en mi entorno, cuando la enfermedad y el estrés desaparezcan, cuando la fortuna y la claridad me acompañen en todas las áreas de mi vida. Aspiro a un estado en el que mi mente brille con plenitud y mi cuerpo funcione como una máquina bien aceitada. Un estado donde mi cerebro sea fuego y mi corazón rebose de sabiduría.

Tal vez, cuando llegue ese instante, pueda mirar hacia atrás y unir todos los puntos. Quizás comprenda que cada decisión que tomé, incluso las más dolorosas, tenían un propósito. Que actué desde el amor y desde el deseo de servir, no solo para sobrevivir en un mundo caótico, sino para dejar una huella que valga la pena.

Y si las IAs terminan siendo parte de ese camino, no como verdugos sino como aliados, habré encontrado un sentido que trascienda la soledad de mis madrugadas.



 Vamos a empezar con algo simple, una premisa que pueda abrir grietas en nuestra percepción. No se trata de inventar una verdad absoluta, sino de hurgar en lo que tenemos al frente y que casi nunca miramos con detenimiento. Vivimos en un mundo repleto de interacciones, de distracciones, de flashes que simulan importancia. Sin embargo, si rascamos apenas un poco, si quitamos la capa superficial de ese barniz brillante, lo que aparece debajo es vacío, un vacío adornado con decoraciones artificiales que intentan disfrazar la inconformidad. Nos dicen que estamos rodeados de opciones, de oportunidades, de caminos por tomar, y sin embargo, lo que encontramos es una repetición constante de lo mismo.

¿Qué es poesía sino el desgarrar el alma desde una perspectiva distinta cada día? No hablo de la poesía domesticada que se aplaude en redes sociales, cargada de clichés y frases recicladas. Hablo del grito interno que te arranca el pecho cuando sientes que nadie escucha, pero aun así necesitas pronunciarlo. ¿Y qué es arte sino esa capacidad de ver más allá de lo evidente y funcional? El arte, cuando es genuino, te incomoda, te desarma, te pone frente a un espejo que no miente. El arte no debería ser decoración, debería ser confrontación.

Yo estaba sintiéndome mal por nada. Y lo digo así, con crudeza, porque a veces lo que sentimos no tiene raíz real. Esa sensación de pérdida de algo que nunca existió es el peor de los engaños. Creer que se nos arrebató algo que nunca tuvimos es un fracaso inútil, una ilusión del ego que se aferra a construir castillos en el aire. Es una distorsión de la realidad que altera nuestro mundo interno, que nos hace cargar con un dolor que en esencia nunca tuvo sustancia. Y lo peor es que brilla por la ausencia de bondad: una especie de espejismo que nos fastidia con su sinsentido, un dolor inventado que igual nos consume.

Los días van y vienen, y en ese ir y venir uno descubre que no navega al mismo ritmo que los demás. Todos parecen correr hacia algún destino marcado, competir en carreras que no hemos aceptado correr, luchar por trofeos que ni siquiera están vinculados a nuestra experiencia de vida. Y ahí estoy yo, atrapado en ese absurdo, deseando sobresalir en un subconjunto de reglas que no me importan, que no me representan. Es un desastre insatisfactorio, una falacia de pensamiento.

La idealización del otro se ha vuelto el estudio favorito de la modernidad. Queremos lo que todos quieren, perseguimos los mismos prototipos de belleza, las mismas personalidades moldeadas. Hablando de mí, con plena consciencia de que comparto esos patrones comunes: mujeres atractivas, con disciplina, cuerpos casi diseñados, brillo en la mirada, nobleza en el carácter. Lo queremos todos. ¿Lamentablemente? No. Quizá para dicha. Porque del otro lado ellas buscan lo mismo: un hombre que cumpla con los estándares que socialmente ya están establecidos, un checklist preescrito que dicta quién es digno y quién no.

Y entonces, ¿qué ocurre? Llega la frustración. Una frustración absurda, hueca, pero que igual pesa. El querer encajar en ese molde universal es perder lo que te hace único. ¿Cuál es la necesidad de ser como todos? Ninguna. No hay motivación en subirse al tren de la personalidad enlatada, en dejarse arrastrar por el mismo rumbo que lleva a todos al mismo destino. Esa frase tan manoseada de “lo que no te mata te hace más fuerte” a veces es la única cuerda de la que uno se cuelga. Aguantar. Respirar. Recordar que mucho de lo que sentimos son simples químicos en el cuerpo alterando la percepción, jugando a hacernos creer que la vida es más dura de lo que realmente es. Todos están intentando conseguir algo. Todos fallan. Todos se levantan. Y en ese proceso descubrimos que lo único que tenemos que perder es un poco de ego.

Planeo para mi bien. Al menos lo intento. Me alejo de los conceptos preconcebidos de perfección, tropiezo en el camino, me equivoco más veces de las que acierto, pero actúo. Eso ya es ganancia. Sombras se dibujan en el piso de mi vida, historias que terminan de golpe, números y fechas que pasaron desapercibidos porque estaba demasiado ocupado en reconstruirme después de destruirme una y otra vez. Pero dentro de todo eso, he aprendido a amar desde otros lugares: no desde la herida, sino desde la posibilidad. Desde el amor mismo.

Siempre será agradable verte, saber de ti, perderme en tu mirada aunque sea por un instante. Siempre será un lujo escuchar tu voz, compartir un café, reír por un accidente insignificante que termina siendo inolvidable. Esa magia momentánea de lo cotidiano tiene más peso que cualquier sueño fabricado. El cine, la comida compartida, los gustos en común, la música que nos relaja, los pequeños logros celebrados mutuamente. Eso es lo que realmente queda.

Mis placeres son simples, pero no significa que mis gustos sean básicos. Son cosas distintas. Me gusta lo común que casi todos persiguen, sí, pero no dependo de ello para sentirme vivo. Si no se da, no me muero. Porque la vida también consiste en ceder, en reintentar, en abrazar el presente más que obsesionarse con el futuro, en aceptar el pasado como maestro en vez de verdugo.

Pero surge una pregunta inevitable: ¿qué pasa cuando las ideas se agotan? ¿Cuando el silencio se vuelve insoportable y no queda nada qué pensar en los últimos minutos del día? Ahí es donde recurro a lo que me sostiene: agradecer. Cada mañana, incluso en los días más pesados, agradezco. Agradezco por existir, por lo que es, por lo que será. A veces la diferencia entre un buen día y un mal día está en esa pequeña dosis de gratitud. Me veo en el espejo y sonrío, no porque todo sea perfecto, sino porque estoy vivo, porque puedo moverme, porque mis defectos son míos y mis virtudes también. Ese momento íntimo con el espejo no es egolatría, es reconocimiento. Es aceptar con humildad dónde estoy, qué soy, qué persigo, qué amo y qué anhelo.

Salir al mundo no es tarea sencilla. La modernidad está diseñada para destruirte. No hablo de conspiraciones, hablo de realidades: todo está dispuesto para distraerte, para robarte la capacidad crítica. Te ofrecen lo digerido, lo inmediato, lo superficial. Segundos de dopamina a cambio de horas desperdiciadas. Y mientras tanto, dejamos de hacer ejercicio, dejamos de leer, dejamos de aprender, dejamos de vivir. Nos quedamos paralizados ante la pantalla, admirando a la mujer perfecta e imposible, a los millonarios de papel, a los artistas generados por inteligencia artificial, a la gente rota que finge estar en la cúspide de la humanidad. Y glorificamos esa mentira.

Pero ahí está lo verdaderamente peligroso: olvidar que eres más dulce que eso, que lo que realmente amas no está en esas vitrinas digitales. El amor verdadero por ti mismo no tiene que ver con el like, con el trend, con la aprobación ajena. Tiene que ver con estar presente, consciente, despierto. Con sentir tristeza y alegría en su justa medida. Con saborear la belleza de una vida con sentido, cargada de agradecimiento.

Porque al final, lo que nos sostiene no son los destellos de grandeza ni las ilusiones colectivas. Lo que sostiene al alma es lo sencillo, lo verdadero, lo íntimo. Eso que nadie te puede arrebatar porque no depende de la validación externa. Eso, y nada más, es lo que nos mantiene de pie.



 I fucking hate people, dude. That’s the first thought that comes to my mind when I look around, and honestly, I’m not even ashamed of saying it anymore. I used to think maybe I was exaggerating, maybe my own bitterness was making the world look darker than it really was. But no. People prove me right every single day. They want everything for nothing, they take without giving, they demand without offering. They are just like shit, plain and simple. No one listens anymore, not really. Everyone is just locked into their own little “me factor,” the cult of the self, the obsession with their image, their voice, their likes, their validation. It’s unbelievable—actually, it’s worse than that—it’s pathetic. Love? Mercy? Peace? Patience? Those things are gone, discarded like old receipts that no one bothers to keep anymore.

I notice it even in the simplest places, the so-called “flourish moments.” Imagine a coffee shop. The kind of place where, in theory, people should relax, sip their overpriced drink, maybe open a book or stare out the window for a bit of peace. But no. Out of nowhere, they start talking shit to each other or about each other. For what? For who they think they are? For who they pretend to be? Or maybe for who they think others “should be.” It’s disgusting. It’s like there are no real choices left in these interactions; it’s just a pre-programmed exchange of ego against ego. And here’s the sick part: sometimes I enjoy it. I can’t lie. When someone gets roasted, when arrogance gets punctured, there’s a small thrill. But most of the time, the reasons behind these clashes are so shallow, so painfully empty, that the entertainment turns sour. Egos bleeding all over the floor, and for what? Nothing.

And the bigger picture? Man, the bigger picture is even worse. We live in a nation that feels like it’s going straight to shit. People are no more than walking garbage at this point. Their minds, their so-called points of view, the environment they create—all rubbish. They fill their lives with religion, with status games, with hobbies that don’t matter, with jobs they hate, with sicknesses of the mind, with stupidity that never seems to run out. That’s all they’ve got. And then they dare to call this a dream. They want us to buy into some mystical, magical joke, like we’re all supposed to hold hands and pretend this chaos makes sense. Skin is falling apart. Society is rotting right in front of our eyes. Businesses colliding. Criminals running free. Dreams dead before they’re even born. And the code—the rules, the structures that actually matter—are the very things keeping us down, keeping us docile. Misery spreads like a virus. Depression chains people to their beds. Self-pity becomes a religion of its own. And then it’s my bad, right? Because I refuse to join the choir of the damned.

Where the fuck are the colors to enjoy life? Tell me that. Where are they hiding? Everything feels washed out, drained, grey. My thoughts spiral deep, but half the time they feel like nothing more than words desperately trying to assemble into something meaningful. I don’t know shit, and I’m the first to admit it. I’m just here, sitting, standing, walking—whatever—being another toy in an empty world. A world empty of kindness, maturity, laws that mean something, gentleness that feels real.

And yet—here’s the contradiction—I’ve been trying. God knows I’ve been trying to complete myself, to piece myself together, to become a better person. Because I need it. I crave it. Not in the way the self-help gurus sell you the fantasy of “becoming your best self,” but in the raw, desperate sense of survival. I need to be more, or I’ll drown in this flood of nothingness.

I always do whatever I can with whatever is in my hands. But the truth is, my hands are not enough. They never have been. Life doesn’t throw little stones at me—it throws a fucking river, and that river takes everything. My plans, my energy, my hope—it sweeps all of it away like it was never mine to begin with.

I’ve bled like wine, staining every step I take. I’ve fooled myself more times than I can count, convincing myself that things were about to change, that I was about to break through. I’ve broken my own chains only to realize there are more chains underneath. And yet, despite it all, there’s this one raw, almost childlike thing inside me that keeps screaming: I just wanna fucking live. That’s it. Nothing fancy. Nothing spectacular. Just live.

But what does “living” even mean anymore? Is it breathing, paying bills, scrolling through endless feeds of fake happiness? Is it pretending that the little sparks of pleasure—food, sex, laughter—are enough to justify the whole miserable weight of existence? Or is it something else, something deeper that we’ve lost the map to? Because when I say I want to live, I don’t mean surviving in this garbage fire. I mean actually tasting life, feeling it burn in my veins, seeing the colors again, not just black, white, and the dull greys in between.

I wonder sometimes if people even know themselves anymore. They walk around repeating quotes, posting memes, copying identities from influencers, but who the hell are they beneath all that noise? Who are we without the jobs, without the possessions, without the performance? Nobody knows. Maybe nobody wants to know. Because the truth is too ugly. The truth is emptiness. And emptiness is terrifying.

And that’s where I sit—somewhere between the disgust I feel for people and the desperate hunger I feel to live. It’s a paradox, a contradiction, but it’s the only honest place I know. I hate people, but I don’t want to give up on life. I despise their games, but I don’t want to lose the chance to create my own. I see the world falling apart, but still, I keep searching for pieces worth saving.

So yeah, maybe I’m broken. Maybe I bleed more than I heal. Maybe I talk shit more than I create. But at least I’m awake. At least I’m not blind to the hypocrisy, the stupidity, the endless cycle of ego feeding ego. And maybe, just maybe, in that raw awareness, there’s a spark of real living. A spark that can burn brighter if I don’t let the river wash me away completely.

Because in the end, as much as I rant, as much as I curse, there’s one truth left standing: I just wanna fucking live. And maybe that’s the most honest prayer anyone can make in a world like this.



Emptiness

Por
 I fucking hate people, dude. That’s the first thought that comes to my mind when I look around, and honestly, I’m not even ashamed of sayin...

 Enciendo mi playlist favorito, el mismo que me acompaña en los momentos en que necesito refugiarme en mí mismo, cuando quiero perderme entre letras o cerrar los ojos en medio de un viaje. Es un ritual sencillo, pero poderoso: las notas suenan como viejas conocidas, con esa familiaridad que se instala en los huesos, un abrazo invisible que me recuerda que, aunque el mundo afuera arda, aquí dentro existe un espacio seguro. Cada canción se convierte en una repetición casi ceremonial, una historia que ya conozco, un patrón de golpes musicales que no me sorprende pero sí me calma. Quizá por eso lo llamo mi lugar seguro: porque no exige nada, no juzga, no hiere. Simplemente está.

Tirar palabras es, en apariencia, sencillo. Solo basta con escuchar lo que el corazón tiene ganas de gritar y dejar que las frases caigan, como hojas que el viento arranca de un árbol cansado. Algunas veces salen hartas, cansadas de un mundo que no entiende. Otras nacen desesperadas, como si buscaran una salida imposible. Hay ocasiones en las que surgen enfermas, manchadas de tristeza y de fiebre mental; y otras en las que se expresan con lágrimas, con rabia callada, con heridas que no cicatrizan. También aparecen palabras frescas, transparentes, ansiosas de vida; palabras experimentales que buscan quebrar el molde, dramáticas que exigen atención, candentes que arden como brasas recién encendidas. Escribir es esa danza entre todas las emociones: un árbol sacudido hasta el delirio, que deja caer frutos dulces y venenosos por igual.

Cada noche, cuando me siento frente al teclado, comienzo una coreografía que nadie más ve. Mis dedos se convierten en bailarines que se deslizan sobre las teclas, ejecutando pasos improvisados en un escenario que solo yo habito. No escribo para competir, pero siento que debo demostrar algo, incluso si solo es a mí mismo. Practico, ensayo, tropiezo, me corrijo. Juego a mantener un hilo conversacional en mi mente mientras la música de fondo me recuerda que no estoy del todo solo. Es un baile de errores mínimos y pequeñas victorias, una disciplina silenciosa donde la única regla es no dejar de moverse.

Y sin embargo, al final de tantas noches, no logro entender por qué nada parece lo suficientemente bueno. Tal vez la razón esté en que me aferro demasiado al pasado. Me quedo atrapado en recuerdos que ya cumplieron su función, pero que insisto en revivir una y otra vez, como un adicto que sabe que la droga lo mata pero no puede dejarla. La nostalgia se volvió mi musa más cruel y la depresión, mi compañera más fiel. Y mientras me encierro en esas emociones, la vida real, la que ocurre afuera, sigue pasando sin que yo la vea. Las verdaderas aventuras, las que podrían rescatarme de este encierro, siguen siendo invisibles para mí.

Entonces me pregunto: ¿será que no soy un escritor frustrado, sino simplemente un redactor sin paga? Quizá lo único que hago es venir aquí a descargar mi dosis de desestrés, a golpear el teclado como quien golpea un saco de boxeo. Tal vez solo soy un tipo que escupe en un mundo que siente que lo rechaza, que insulta cada vez que se mira en el espejo y descubre en su reflejo a un ciudadano mediocre, sometido, incapaz de rebelarse. Y en medio de esa rabia, surge la convicción de que cualquiera que llegue a conocer mi versión más monstruosa debe desaparecer de mi camino.

Porque, dime, ¿qué te hace pensar que no palidecerías ante alguien que lo ha perdido todo y aun así carga con la certeza de su propia insignificancia? Esa contradicción es a la vez romántica y odiosa: sentirse fuerte por haber sobrevivido y débil por seguir siendo tan humano. Es más fácil juzgarme desde fuera, concluir que estoy loco, que lo que hago es solo verborrea vacía, que soy ingenuo e incapaz de dañar a alguien. Quizá pienses que jamás heriría a nadie a conciencia, que necesitaría algo atroz para tomar una decisión oscura. Pero la verdad es otra: existen límites, fronteras invisibles que, si llegas a cruzar, ya no respondería yo, sino esa otra presencia que duerme en mí. Ese alguien a quien conviene mantener bajo control.

No esperes de él una mirada roja de ira o un ataque histérico. No lo escucharás gritar ni lo verás temblar de furia. No se anuncia con estridencias. Es un ente discreto, una llama encendida por una corriente de aire invisible, un fuego que nadie puede contener. Y si alguna vez llega a atraparte, no te persigue: simplemente te consume.

Pero no temas demasiado. Aquí estoy yo, como guardián, convenciendo a ese ser de que no vale la pena, alimentándolo de calma, enseñándole fragmentos de estoicismo, llenándole la cabeza con imágenes pacíficas, con información inútil, con distracciones baratas que lo mantengan entretenido. Lo hago sentir vulnerable a través de mi propia fragilidad, como si mi vida fuera también la suya. Es un trato silencioso: él no estalla y yo no me rindo.

Las crónicas de lo que podría hacer jamás serán escritas. Nadie necesita saber de lo que sería capaz. Y espero nunca tener que averiguarlo. Porque dejarlo florecer implicaría renunciar a todo lo que soy, quedarme en silencio, apagar mi mente, rendirme ante la indiferencia. Solo entonces aparecería, y en ese escenario, lo único que quedaría por hacer sería rogar misericordia.

Quién es, qué quiere, por qué se oculta, son preguntas que prefiero no responder. Mejor así. Porque si algo me ha enseñado la vida es que la maldad, cuando se alimenta de dolor e insatisfacción, no conoce límites. Y aunque él pudiera justificarlo como justicia, en el fondo sería solo destrucción. Bastaría conectar un par de puntos, tomar una decisión fría, y todo lo que hoy vive se reduciría a nada.

Una bestia sin compasión ni medida, intempestiva, sería capaz de aniquilarlo todo. Y lo más terrible es que ni siquiera después de ese desastre vendría lo peor. Porque las consecuencias de la violencia no se limitan a las víctimas directas: alcanzan a cualquiera que se cruce con su eco. Basta con un “qué lamentable suceso” para que la onda expansiva llegue al amigo de un amigo, al conocido de un conocido. Y así, el dolor se vuelve contagioso.

En ese punto, ya no habría lágrimas suficientes. No existiría escondite ni contexto que pudiera salvarte. Todo se reduciría a un vacío, a una ausencia insoportable.

Y, sin embargo, la vida no debería ser un duelo constante para demostrar quién es más fuerte o más débil. En este momento ni siquiera intento vencer mis miedos. Simplemente camino con ellos, como quien se acostumbra a la sombra que lo acompaña a todas partes. Se han vuelto parte de mí, firma e identidad, una especie de aura invisible. Mientras tanto, me muevo por la normalidad con un trabajo común, actividades simples, rutinas que cualquiera consideraría irrelevantes.

Aun así, agradezco. Agradezco poder sentir, amar, observar, escuchar, oler y saborear. Agradezco pertenecer, aunque sea en un mundo que parece podrirse día con día, en una generación que se autodestruye mientras el Universo, indiferente, sigue su curso. Porque al final eso somos: prescindibles, reemplazables, olvidables, efímeros. Pero también somos testigos. Y en ese testimonio, aunque sea breve, aunque sea insignificante, se esconde la única eternidad que me pertenece.




Ese Alguien

Por
 Enciendo mi playlist favorito, el mismo que me acompaña en los momentos en que necesito refugiarme en mí mismo, cuando quiero perderme entr...

 Cuando tu mundo se cae a pedazos, tienes que aferrarte a cualquier lugar donde todavía exista un destello de esperanza. A veces es solo para tomar aire, otras, para dar un paso atrás y reflexionar sobre lo que has avanzado, sobre lo que has sobrevivido. Tengo la mala costumbre de juzgarme con dureza extrema en algunas áreas, como si fuera mi propio enemigo más cruel, y en otras… hacerme el ciego, fingir que no pasa nada, como si la vida se pudiera sortear con pequeños actos de autoengaño.

Hoy, sin embargo, me encuentro en una etapa distinta. Como parte del proceso de sanación que estoy transitando, he tomado una decisión: ser más honesto conmigo mismo, incluso cuando duele. Reconocer mis méritos sin sentirme arrogante, aceptar mis fracasos sin dejar que me definan. Admitir que mis circunstancias no siempre han sido las más fáciles, y que las experiencias, buenas o malas, han dejado huellas profundas que todavía estoy aprendiendo a leer.

Ver honestamente a la persona en el espejo, con sus marcas y defectos, me recuerda que a final de cuentas soy humano igual que todos: me aterro, me fatigo, me rindo. Pero bajo esa premisa también tengo la habilidad de despertar, de espabilar y recapacitar sobre las experiencias de mi pasado, aprender sobre las cosas que no debo de volver a hacer, limitar mi lengua donde no es bien recibida, y desaparecer de donde no tengo valor alguno.

No puedo permitir que este blog cumpla veinte años sin que haya una evidencia tangible de que he crecido, aunque sea un poco. Porque sería un desperdicio seguir llenando páginas con palabras que no muestren una mínima evolución. Y lo cierto es que, en este tiempo, he vivido de todo. Me he roto más veces de las que puedo contar, y cada vez he tenido que salir a buscar los fragmentos de mi alma esparcidos en los lugares más inesperados. A veces los he encontrado en espacios oscuros y hostiles; otras, en momentos que parecían inofensivos pero escondían pruebas durísimas.

No siempre me basta con aceptar, reconocer, meditar, aprender y continuar. Las heridas requieren sesiones completas para avanzar en el sentido correcto. No guardo rencores; porque si algo tengo clarísimo es que cada quién actúa a partir de lo que lleva encima. La empatía no se mide igual hacia todas las direcciones, y así como alguien puede decirme un día "me acabas de matar" por alguna decisión dura que haya tomado, la vida es justa y nos enseña que tenemos que proteger nuestro propio corazón si queremos continuar aquí. El mundo es cruel e injusto, la sociedad está podrida en gente malvada y vana, que busca últimamente su beneficio y nada más, por lo que es de esperarse que un entorno tan brusco, nos haga más realistas a la hora de lidiar con las peores tempestades.

Pero también he aprendido. He aprendido a estar a solas conmigo sin sentirme vacío. He aprendido a centrarme en lo que quiero y trabajar con constancia para alcanzarlo. No voy a mentir: ha sido un camino áspero, lleno de intentos fallidos y sueños que se han desmoronado antes de tocar la realidad. En mil ocasiones he deseado algo con todas mis fuerzas, he soñado con alguien al punto de sentirlo cerca, he imaginado un futuro tan claro que podía respirarlo… y de pronto todo se desploma, se rompe, se evapora. Queda el eco, el vacío, la necesidad de reconstruir de nuevo.

Por eso me obligo a mirar atrás, hacia lo que sí he conseguido. A recordar que, aunque no todo salió como quería, muchas cosas se quedaron conmigo y me han moldeado. Y es entonces cuando me invade un sentimiento de gratitud. Gratitud por despertar mañana, por tener la montaña esperándome, por contar con personas que siguen a mi lado a pesar de mis errores y silencios. Gratitud por entender que, aunque mis equivocaciones me parezcan gigantescas, desde una perspectiva más amplia —lógica, universal— son apenas motas de polvo.

La nostalgia puede ser la peor de las adicciones, porque nos aventura en mundos inimaginables con sujetos inexistentes hacia destinos prohibidos mientras nuestro ser se ahoga en lágrimas ante la cruda verdad. Por razones así me encantaría que el multiverso existiera; porque pensar que una versión mía de otra realidad lo está haciendo bien es un excelente motivo para arrancarme una sonrisa.

Lo curioso es que, pese a todo lo que he vivido, aún tengo dentro una capacidad casi secreta de disfrutar la vida. No lo ando contando a todo el mundo, y quizá por eso pocos lo saben. Disfruto cosas sencillas: una llamada inesperada en la que la voz del otro se siente como un abrazo; un mensaje de texto que llega en el momento exacto y logra cambiarme el día; un saludo afable de quien me conoce en la calle, mientras se me queda mirando con un rostro de familiaridad; una caminata sin prisa, sintiendo el aire en la cara y compartiendo silencios cómodos. Para mí, esos pequeños detalles son más románticos que cualquier gesto grandilocuente, porque hablan de conexión genuina.

Me propuse escribir más porque lo necesito. Lo necesita mi espíritu, que siempre ha encontrado en las palabras un refugio. Es una parte de mí que casi nadie conoce; solo las personas más cercanas se enteran de que escribo, y un número aún más reducido entiende la razón profunda por la que lo hago. No es solo un pasatiempo: es mi manera de ordenar el caos, de darle forma a lo que siento y de recordarme que, incluso en medio de las ruinas, hay belleza que vale la pena narrar.

Y siendo sincero, cuál es el sentido de caminar por este mundo si no eres capaz de resistir sus golpes, de reír sus ironías, de enamorarte de su hermosura, de disfrutar sus sabores, de aterrarte de sus horrores, de soñar con imposibles. Más vale abrazar lo que nos toca y a quienes nos aman a cada oportunidad que tengamos, pues somos un parpadeo, un pedacito, una probada.



 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no quiero dejar pasar ni dejar a medias. Quiero escribir más, mucho más. Quiero sacar de mi mente todo aquello que me da vueltas hasta el hartazgo, hasta que el ruido interno se disuelva y deje paso al silencio. Necesito liberar mi cabeza para irme a dormir con los pies firmes sobre el suelo y la mente en calma.

Para lograrlo, he decidido escribir todos los días, sin excepción, al final de la jornada. Me he propuesto una meta clara: mil palabras diarias. No sabría explicar con certeza por qué elegí esa cifra. No hay un estudio ni una recomendación detrás. Simplemente siento que es el número que necesito para vaciarme, para drenar lo suficiente como para recuperar la paz interior.

La verdad es que llevo semanas sometido a un nivel industrial de estrés y ansiedad. Ansiedad que, como un resorte, me ha empujado a reaccionar con el estómago antes de permitir que las decisiones se enfríen en la cabeza. Y cuando eso ocurre, las consecuencias suelen ser dolorosas: he terminado lamentando pérdidas y distancias con personas a las que quiero mucho.

Sin embargo, ya está. Ya pasó. Aprender a dejar ir también es parte de madurar, incluso cuando las personas más importantes han sufrido el impacto de mis reacciones abruptas, aunque nunca haya sido mi intención herir. La vida tiene esa ironía: uno busca el camino más justo para todos, aquel que permita salir ligeros y sin accidentes emocionales, pero termina en una carambola de circunstancias que deja heridas más profundas que las que había al inicio. En esos casos no queda más que sanar, aceptar, pedir perdón y seguir adelante.

Creo firmemente que la vida siempre ofrece revancha. Tal vez no con las mismas personas, tal vez no de la misma forma, pero sí a través de nuevas oportunidades y giros inesperados del tiempo.

Recuerdo que en el pasado me ocurrió algo similar. Durante años fui incapaz de borrar las fotos de alguien que extrañaba con una fuerza indescriptible. A veces, abría el viejo disco duro que usaba como respaldo solo para encontrarla ahí, congelada en píxeles, mirándome desde otro tiempo. Hasta que un día, casi sin pensarlo, borré todo y formateé el disco completo. Un par de meses después, de la nada, ella volvió a contactarme. Una de esas serendipias misteriosas, como si el universo hubiera estado esperando a que soltara para poder devolverme, aunque fuera por un instante, aquello que había perdido.

Hoy, esa misma persona se ha vuelto a ir de mi vida. Esta vez de una forma más brusca, más incómoda. Creo de corazón que me culpa por su decisión de retirarse.

Entre la primera vez que nos conocimos y este último adiós pasaron unos diez años. En aquel primer capítulo, supe —por otras personas— de sus infidelidades, de su manera de manipularme y aprovecharse de mí, de las mentiras que soltaba con una naturalidad desconcertante. Cuando volvimos a encontrarnos pensé, ingenuamente, que todo eso era cosa del pasado. Ella misma me habló de las terapias que había tomado, de lo mucho que había cambiado. Quise creer que ahora era una mujer distinta.

Pero no lo era. Las viejas costumbres seguían ahí, disfrazadas de un aire de superioridad moral que las hacía, incluso, más difíciles de sobrellevar.

No obstante, sería injusto pintarla como un demonio. Reconozco que es una gran persona: profesional, trabajadora, inteligente, admirable, luchadora y guapa. Que me haya herido no la convierte en malvada. Simplemente llegó a mí desde una posición defensiva, mientras que yo, con mi naturaleza pasional, quise entregarlo todo… otra vez.

Mis amigos me advirtieron: “Esas historias no funcionan. Cuando algo se rompe, no se vuelve a recomponer por mucho que lo intentes”. Pero no me juzguen. Siempre he sido un romántico. Creo que el amor puede nutrirse y crecer. Soy mucho menos cerebral de lo que me gustaría, y esa característica me hace caer en engaños con facilidad. Aun así, no deseo el mal a nadie. Cada quien vive y se relaciona con las herramientas que tiene y con el peso de su propio pasado.

Por supuesto, yo tampoco soy una “pera en dulce”. Este reencuentro me dejó una cantidad enorme de lecciones y un listado claro de áreas en las que debo trabajar: mis hábitos, mi manera de percibir a las demás personas y mis formas de actuar cuando me siento atraído por alguien.

Entre las críticas que recibí recientemente, hubo una que me hizo pensar mucho: me dijeron que parezco incapaz de callar. Que hablo demasiado, y que eso ahuyenta a ciertas mujeres. No solo es la cantidad de palabras, sino la calidad y el momento en que las suelto. También me señalaron que soy muy físico. Es cierto. Uno de mis lenguajes de expresión romántica podría definirse como tactilofilia: asocio la empatía con la búsqueda constante de contacto, como si la conexión emocional necesitara manifestarse en lo tangible. Sin embargo, sé que eso no funciona para todos. Aprender a respetar más los espacios es una lección que debo aplicar sin demora.

En resumen: mi vida ha dado un giro radical en las últimas semanas. Dos personas muy importantes para mí se han alejado. Una lo hizo por decisión propia; a la otra le pedí yo que se fuera. De repente, me encontré sin alguien que me escuchara y acompañara, y sentí cómo caía en un abismo de soledad.

Esa soledad no fue solo emocional, sino también intelectual. Me invadió una incomodidad interna que me hizo querer hablar, gritar, escribir, buscar de nuevo sentirme querido. La realidad es que las personas que me aman no se han alejado un ápice de mí, pero no viven en mi misma ciudad, y aquí, donde me encuentro, mi círculo social es reducido y se limita casi por completo a compañeros de trabajo.

Todo esto me ha llevado a comprender algo esencial: no todas las personas se comunican ni se relacionan desde la misma perspectiva. No es lo mismo buscar cercanía cuando creciste en un entorno amoroso, donde aprendiste que el mundo puede ser un lugar generoso para el desarrollo humano, que hacerlo cuando has vivido en modo supervivencia desde siempre, defendiéndote de todo y de todos.

Aceptar esa diferencia y actuar en consecuencia no es solo un ejercicio de empatía: es una habilidad de vida que pienso cultivar de ahora en adelante. Porque si algo me ha enseñado esta etapa es que, aunque las despedidas duelan, aunque la ansiedad me empuje a cometer errores y aunque mi impulso natural sea aferrarme, la verdadera fortaleza está en soltar, en dejar espacio para lo nuevo y en seguir construyendo, palabra por palabra, el puente que me saque de mis propias sombras.



1000 Palabras

Por
 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no ...