Hace tiempo que no escribía. Parte de mí no estaba de acuerdo con lo que pasaba en mi mente. Me sentía bloqueado, estancado, sin rumbo, sin sentido. Estaba harto, frustrado, triste.
Hoy lo entiendo: me tragué un cuento. Un discurso falso, una manipulación. Lo reconozco. A veces, cuando confío en alguien, no pongo tantos filtros. Simplemente agradezco lo que llega y lo acepto como viene.
No me interesa juzgar a nadie ni hablar mal. Porque en este punto de mi vida, lo que más valoro es estar en paz. En paz conmigo mismo y con mi entorno. Y si algo o alguien no quiere estar ahí, tiene toda la libertad de alejarse. No me voy a romper por eso.
He aprendido a aceptar las distancias sin dolor. Agradezco lo que fue, sin aferrarme a lo que ya no es. Me permito extrañar sin exigir, recordar sin resentir. Y eso, para mí, es también una forma de amor.
Reconozco mis errores, mis carencias, mi lado humano. No soy perfecto y no pretendo serlo. A veces reacciono desde el miedo, otras desde la herida. Pero no me avergüenzo de ello: estoy en construcción constante.
Y por amor a mí, he decidido dedicarme a sanar, a pulir lo que no me deja avanzar, a crecer con paciencia. No por demostrarle nada a nadie, sino porque me lo debo. Porque me lo merezco.



Aquí guardo fragmentos de mis días: anécdotas que me han formado, pensamientos que se resisten al silencio, destellos de oraciones que encuentro en los bordes de la rutina.
Escribir, para mí, no es un oficio sino una forma de respirar. Cada texto nace del impulso de entenderme y, tal vez, de reconciliarme con el mundo.
No busco atención o aplausos; solo dejar constancia de lo que alguna vez fui, mientras sigo aprendiendo a mirar con calma.