Aprender A Ir Ligero
En un mundo acelerado donde todos, sin excepción, parecen tener la necesidad inminente de demostrar valía, ser un revolucionario intelectual implica darte el tiempo para pensar, aceptar que los errores son responsabilidad personal, aprender a llevar lo que te toca, tranquilizarte cuando te sientes tentado por nuevas ofertas y contemplar la belleza donde no suele ser vista. A veces tendrás que levantarte a las cinco de la mañana un sábado y empezar a escribir lo que sientes a modo de resumen semanal, como un acto de honestidad contigo.
Venía viviendo con la intención de mejora continua, poniéndome objetivos claros, cada vez más agresivos, y entonces me pregunté para qué, de verdad, para qué. Citando mi frase favorita de Fight Club: “Nos compramos cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para impresionar a gente que no nos importa.”
Hace tiempo dejé de perseguir esa carrera sin sentido. Reconocí que no todos van a encontrar valor en mí, y eso está bien. Comprendí que debía dejar ir a las personas que quisieran alejarse de mi vida sin dramatizar, y que las posesiones no definen el valor de nadie. Sí, es cierto que algunas cosas son necesarias para el funcionamiento de la existencia y que otras brindan comodidad. Pero fuera de esos dos parámetros, cualquier cosa adicional es un extra superficial.
Y con eso no busco afirmar que lo material carece de utilidad. Cada quien es libre de poseer lo que pueda y quiera tener. No hablo desde un sermón anticonsumista que me queda grande, al contrario: me conozco y sé que mis gustos pueden ser costosos. Hablo desde la lógica del apego. Para mí, en este momento de mi vida, las pertenencias o son funcionales o son un adorno. Y si solo adornan, entonces no deberían llegar a convertirse en sobrecarga emocional, económica o espiritual.
Abrazar el minimalismo y la austeridad sin caer en extremos enfermizos resulta liberador. Decir “no necesito más allá de unos cuantos pesos para sobrellevar mis necesidades diarias, y lo que venga después es un detalle que embellece mi existencia” me ha puesto las cosas en perspectiva. No se trata de volverte tacaño ni de dejar de ser generoso. Quiero que quede claro: se puede vivir ligero sin obsesionarse con economizar hasta en el jabón del baño. Porque nada hay más alejado del minimalismo que el amor al dinero. Lo que busco es sentirme pleno con lo que tengo y con lo que puedo permitirme, sin aflicción, sin envidia, sin FOMO, y sin ambiciones absurdas que solo llenan vacíos con ruido.
Quizá es parte de madurar darte cuenta de que no necesitas hacer una y mil cosas que todo mundo presume en redes. Tal vez es consecuencia de haber marcado una distancia necesaria con respecto a la vida digital que solía drenarme. Quizá es solo que las tendencias dejaron de importarme.
En el trabajo me preguntan si estoy preocupado porque una nueva generación de empleados, además de la inteligencia artificial, está ocupando los puestos que antes eran de perfiles como el mío. La verdad: no. La vida es una suma de ciclos. Aunque busques permanencia, hay momentos en que no te van a respetar ni valorar. Puede llegar el día en el que un jefe diga “prefiero al Junior que cobra una fracción de tu sueldo”, y ni modo. Así funciona el capitalismo: generar más, gastar menos, explotar los recursos mientras dure la oportunidad.
¿Y qué pasará conmigo ahora que puedo quedarme sin trabajo de nuevo?
No lo sé.
De momento ni siquiera tengo fecha de salida, nadie me lo ha comunicado. Pero estoy en paz. Y eso es lo crucial.
En estos días hice algo que me tiene escribiendo con otra mentalidad: recorrí un mes mis propósitos del año. En lugar de enero a diciembre, mi ciclo ahora es de diciembre a noviembre. ¿Por qué? Porque diciembre suele percibirse como cierre, descanso prematuro, autocomplacencia disfrazada de “me lo gané”, una invitación a la flojera que posterga sueños. Es un truco psicológico que se convierte en autoengaño. Y así empezamos enero con entusiasmo y conforme avanza el calendario, las metas se diluyen. Yo tampoco he sido ajeno a esa dinámica.
Así que decidí jugar diferente esta vez: mi mes extra de motivación será diciembre. Cuando todos se rindan, yo estaré trabajando en mí. Falta ver qué tal funciona cuando llegue noviembre del año que viene, pero tengo una buena sensación.
Me alegra haber alcanzado algunos propósitos del año actual. Otros siguen en proceso, más complejos de lo que imaginé. Pero volví al hábito de leer un libro a la semana, lo cual me ayuda a rescatar espacios diarios que antes regalaba a las redes sociales. Ha habido metas que no logré y, en vez de frustrarme, tomé decisiones: avanzar con lo que aún me sirva y soltar lo que ya no aporta sentido.
Para este nuevo periodo decidí reducir mis propósitos a siete. Uno por cada área esencial que considero importante en mi vida. Son metas menos grandilocuentes, pero más conscientes. No busco presumir nada ni vivir bajo presión. Solo crecer de forma que tenga sentido para mí.
Y así, cada meta, cada plan, cada hábito, cada intención y cada responsabilidad termina consolidándose como una pieza de mi identidad. Algo que me representa como ser humano que intenta actualizarse sin negar sus sombras. Alguien que reconoce sus errores y su egoísmo. Que es consciente de sus defectos, de sus vacilaciones, de la manera en que puede fallarse a sí mismo sin darse cuenta. Pero también alguien que sabe que, en medio del caos, del colapso informativo y de la velocidad absurda con la que gira el mundo, todavía vale la pena sentarse en una banca del parque, respirar hondo y mirar el presente.
Tomar una foto a mis propios pies, jugueteando con el pasto y la tierra. No para intelectualizar el instante ni convertirlo en discurso motivacional. Sino para recordar lo que nos vuelve humanos: el suelo que pisamos, las victorias y derrotas pasajeras, la vida que pasa sin pedir permiso, la conexión con este universo que compartimos, incluso cuando sentimos que vamos solos.
Porque estar vivo ya es un proyecto enorme. Y vale la pena registrarlo.
Quizá la verdadera revolución sea aprender a ser menos y vivir más.



Aquí guardo fragmentos de mis días: anécdotas que me han formado, pensamientos que se resisten al silencio, destellos de oraciones que encuentro en los bordes de la rutina.
Escribir, para mí, no es un oficio sino una forma de respirar. Cada texto nace del impulso de entenderme y, tal vez, de reconciliarme con el mundo.
No busco atención o aplausos; solo dejar constancia de lo que alguna vez fui, mientras sigo aprendiendo a mirar con calma.
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