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 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no quiero dejar pasar ni dejar a medias. Quiero escribir más, mucho más. Quiero sacar de mi mente todo aquello que me da vueltas hasta el hartazgo, hasta que el ruido interno se disuelva y deje paso al silencio. Necesito liberar mi cabeza para irme a dormir con los pies firmes sobre el suelo y la mente en calma.

Para lograrlo, he decidido escribir todos los días, sin excepción, al final de la jornada. Me he propuesto una meta clara: mil palabras diarias. No sabría explicar con certeza por qué elegí esa cifra. No hay un estudio ni una recomendación detrás. Simplemente siento que es el número que necesito para vaciarme, para drenar lo suficiente como para recuperar la paz interior.

La verdad es que llevo semanas sometido a un nivel industrial de estrés y ansiedad. Ansiedad que, como un resorte, me ha empujado a reaccionar con el estómago antes de permitir que las decisiones se enfríen en la cabeza. Y cuando eso ocurre, las consecuencias suelen ser dolorosas: he terminado lamentando pérdidas y distancias con personas a las que quiero mucho.

Sin embargo, ya está. Ya pasó. Aprender a dejar ir también es parte de madurar, incluso cuando las personas más importantes han sufrido el impacto de mis reacciones abruptas, aunque nunca haya sido mi intención herir. La vida tiene esa ironía: uno busca el camino más justo para todos, aquel que permita salir ligeros y sin accidentes emocionales, pero termina en una carambola de circunstancias que deja heridas más profundas que las que había al inicio. En esos casos no queda más que sanar, aceptar, pedir perdón y seguir adelante.

Creo firmemente que la vida siempre ofrece revancha. Tal vez no con las mismas personas, tal vez no de la misma forma, pero sí a través de nuevas oportunidades y giros inesperados del tiempo.

Recuerdo que en el pasado me ocurrió algo similar. Durante años fui incapaz de borrar las fotos de alguien que extrañaba con una fuerza indescriptible. A veces, abría el viejo disco duro que usaba como respaldo solo para encontrarla ahí, congelada en píxeles, mirándome desde otro tiempo. Hasta que un día, casi sin pensarlo, borré todo y formateé el disco completo. Un par de meses después, de la nada, ella volvió a contactarme. Una de esas serendipias misteriosas, como si el universo hubiera estado esperando a que soltara para poder devolverme, aunque fuera por un instante, aquello que había perdido.

Hoy, esa misma persona se ha vuelto a ir de mi vida. Esta vez de una forma más brusca, más incómoda. Creo de corazón que me culpa por su decisión de retirarse.

Entre la primera vez que nos conocimos y este último adiós pasaron unos diez años. En aquel primer capítulo, supe —por otras personas— de sus infidelidades, de su manera de manipularme y aprovecharse de mí, de las mentiras que soltaba con una naturalidad desconcertante. Cuando volvimos a encontrarnos pensé, ingenuamente, que todo eso era cosa del pasado. Ella misma me habló de las terapias que había tomado, de lo mucho que había cambiado. Quise creer que ahora era una mujer distinta.

Pero no lo era. Las viejas costumbres seguían ahí, disfrazadas de un aire de superioridad moral que las hacía, incluso, más difíciles de sobrellevar.

No obstante, sería injusto pintarla como un demonio. Reconozco que es una gran persona: profesional, trabajadora, inteligente, admirable, luchadora y guapa. Que me haya herido no la convierte en malvada. Simplemente llegó a mí desde una posición defensiva, mientras que yo, con mi naturaleza pasional, quise entregarlo todo… otra vez.

Mis amigos me advirtieron: “Esas historias no funcionan. Cuando algo se rompe, no se vuelve a recomponer por mucho que lo intentes”. Pero no me juzguen. Siempre he sido un romántico. Creo que el amor puede nutrirse y crecer. Soy mucho menos cerebral de lo que me gustaría, y esa característica me hace caer en engaños con facilidad. Aun así, no deseo el mal a nadie. Cada quien vive y se relaciona con las herramientas que tiene y con el peso de su propio pasado.

Por supuesto, yo tampoco soy una “pera en dulce”. Este reencuentro me dejó una cantidad enorme de lecciones y un listado claro de áreas en las que debo trabajar: mis hábitos, mi manera de percibir a las demás personas y mis formas de actuar cuando me siento atraído por alguien.

Entre las críticas que recibí recientemente, hubo una que me hizo pensar mucho: me dijeron que parezco incapaz de callar. Que hablo demasiado, y que eso ahuyenta a ciertas mujeres. No solo es la cantidad de palabras, sino la calidad y el momento en que las suelto. También me señalaron que soy muy físico. Es cierto. Uno de mis lenguajes de expresión romántica podría definirse como tactilofilia: asocio la empatía con la búsqueda constante de contacto, como si la conexión emocional necesitara manifestarse en lo tangible. Sin embargo, sé que eso no funciona para todos. Aprender a respetar más los espacios es una lección que debo aplicar sin demora.

En resumen: mi vida ha dado un giro radical en las últimas semanas. Dos personas muy importantes para mí se han alejado. Una lo hizo por decisión propia; a la otra le pedí yo que se fuera. De repente, me encontré sin alguien que me escuchara y acompañara, y sentí cómo caía en un abismo de soledad.

Esa soledad no fue solo emocional, sino también intelectual. Me invadió una incomodidad interna que me hizo querer hablar, gritar, escribir, buscar de nuevo sentirme querido. La realidad es que las personas que me aman no se han alejado un ápice de mí, pero no viven en mi misma ciudad, y aquí, donde me encuentro, mi círculo social es reducido y se limita casi por completo a compañeros de trabajo.

Todo esto me ha llevado a comprender algo esencial: no todas las personas se comunican ni se relacionan desde la misma perspectiva. No es lo mismo buscar cercanía cuando creciste en un entorno amoroso, donde aprendiste que el mundo puede ser un lugar generoso para el desarrollo humano, que hacerlo cuando has vivido en modo supervivencia desde siempre, defendiéndote de todo y de todos.

Aceptar esa diferencia y actuar en consecuencia no es solo un ejercicio de empatía: es una habilidad de vida que pienso cultivar de ahora en adelante. Porque si algo me ha enseñado esta etapa es que, aunque las despedidas duelan, aunque la ansiedad me empuje a cometer errores y aunque mi impulso natural sea aferrarme, la verdadera fortaleza está en soltar, en dejar espacio para lo nuevo y en seguir construyendo, palabra por palabra, el puente que me saque de mis propias sombras.



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