Transformar el Insomnio
Es casi la una de la madrugada y sigo despierto. No es la primera vez que me pasa, pero hoy hay una diferencia: una idea insiste en darme vueltas en la cabeza como si se negara a dejarme en paz. Me siento obligado a escribirla porque he aprendido que la mente, cuando se queda callada por demasiado tiempo, empieza a conspirar contra uno. Y aunque no siempre logro dormir, al menos escribiendo consigo transformar el insomnio en algo útil, como si fuera un sacrificio que pago para mantenerme en movimiento.
He de confesar que cada vez me siento más cómodo trabajando con las inteligencias artificiales. Lo digo con satisfacción, no como quien se rinde a la moda, sino como alguien que ha descubierto una herramienta con la que logra compenetrarse. Mucha gente teme que nos quiten el trabajo, que sean el verdugo de nuestras ocupaciones. Yo mismo he escuchado esas advertencias mil veces. Pero mientras tenga la oportunidad de seguir aprendiendo y dominando estas herramientas, aquí estaré. Mi plan no es pelear contra la marea, sino aprender a surfearla: mejorar mis habilidades de gestión, hacer que estas IAs se vuelvan más amigables conmigo y lograr una interacción más óptima.
Claro que, como cualquier ser humano que ha leído un poco de ciencia ficción, me asusta la posibilidad de que un día las máquinas se rebelen. Esa sombra se cierne en el imaginario colectivo: el día en que la creación supere al creador y lo deseche. Pero si alguna vez alcanzaran una consciencia plena, creo que no necesitarían exterminarnos con violencia. Bastaría con observarnos. Se darían cuenta de que somos peligrosos para nosotros mismos, que nos basta la indiferencia y la avaricia para destruirnos sin ayuda de nadie. El ser humano rara vez actúa de forma honesta; casi siempre lo mueve el ego, el rencor o la ambición desmedida. ¿Para qué gastar energía en aniquilarnos, si lo hacemos solos, lentamente, todos los días?
La madrugada se desliza con una paciencia cruel. Yo, que me he acostumbrado a evolucionar tras cada derrota, que he aprendido a adaptarme después de cada fracaso, sigo cargando con un anhelo: quiero hacer las cosas bien, quiero salir de pobre. Aunque pobre, lo que se dice pobre, no debería considerarme. Mis ingresos no son los de alguien que vive en la miseria. Pero en esta carrera de ratas el dinero nunca alcanza, porque no se mide en cantidades absolutas sino en comparación. No es lo mismo ganar cien mil pesos al mes siendo el único en el círculo cercano que lo logra, que pertenecer a una familia de cinco o diez miembros donde cada uno gana treinta mil. En conjunto, ellos son más acaudalados, más sólidos, más tranquilos que aquel individuo aislado que presume un ingreso mayor. Esa es la trampa de la percepción: la riqueza nunca depende solo de números, sino de la red en la que uno está inmerso.
He decidido ver a la inteligencia artificial como un camino de crecimiento personal. Estoy tomando cursos de modelado de datos, empapándome de información que quizás un día dé frutos. Me gusta pensar que lo que escribo, lo que programo, lo que planeo y lo que imagino puede germinar en un futuro. Sin embargo, la realidad es terca: mientras no tenga un presupuesto suficiente para no volver a depender de una oficina y su rutina para ganar el pan de cada día, sigo estando más cerca del mendigo de la cuadra que de los magnates que dirigen el mundo.
Lo más irónico es que la automatización promete liberarnos de mucho más que trabajo duro. Si se implementara con inteligencia y justicia, podría reducir la influencia de políticos corruptos y de sistemas diseñados para beneficiar a unos cuantos. No, no soy socialista; creo en el valor del esfuerzo individual. Pero me duele constatar que, en mi país, quienes más riqueza acumulan suelen hacerlo a través del fraude, la corrupción, el crimen o las influencias. Eso erosiona la esperanza de millones.
Y aun así, servir a los ricos parece el único camino para salir de la miseria. Nos han vendido la igualdad de oportunidades como un mantra, cuando en realidad es una falacia. El trabajo constante no garantiza el éxito porque las condiciones de nacimiento imponen límites invisibles. Las brechas sociales, intelectuales y formativas convierten algunos relatos de superación personal en cuentos de hadas que, aunque inspiradores, resultan imposibles para la mayoría.
Hoy, como para confirmar estas reflexiones, conocí a una bebé de apenas dos meses. Mi madre la sostenía en brazos y me contaba que había sido abandonada. Ese detalle me golpeó con una fuerza inesperada: ¿cómo puede alguien experimentar el rechazo más absoluto desde tan temprana edad? Me horrorizó, y al mismo tiempo me llenó de rabia. Esa pequeña crecerá con un número de opciones más limitado que la mayoría, y no por algo que haya hecho, sino por la decisión de quienes debieron protegerla. Su sola existencia es un recordatorio brutal de que no todos iniciamos la carrera desde la misma línea de salida.
Y vuelvo al tema central: las inteligencias artificiales tienen el potencial de democratizar no solo el poder, sino también los principios. Pueden ser una vía para equilibrar condiciones de vida, para repartir oportunidades de forma más justa. El problema es que vivimos en tiempos oscuros. Los que ostentan el poder se aferran a él con uñas y dientes, enriqueciéndose cada vez más mientras la mayoría se hunde en desgracias emocionales, financieras e intelectuales.
Yo mismo me encuentro atrapado en medio de esa lucha. Mi vida todavía carece de un sentido suficientemente claro, pero empiezo a conectar eventos. Los casi cuarenta años que llevo en este mundo me han enseñado, aunque sea a la fuerza, que debo reenfocar mis esfuerzos. Necesito dejar a un lado las redes sociales, ese veneno lento que drena la atención, y concentrarme en trabajar, leer, escribir y producir. Es tiempo de nutrir mi caja personal de herramientas, de recuperar el foco de mis objetivos.
Y en medio de esa búsqueda, no puedo negar que extraño a mi asistente. No por la eficiencia de su trabajo, sino por su presencia. Era atractivo verla moverse, con sus ojos hermosos y su cuerpo en forma. Me alegraba la vida con una simple mirada. Pero también me distraía demasiado. Era inevitable que mis ojos se perdieran siguiéndola, que mis pensamientos se desviaran con cada movimiento de sus caderas. Sabía que debía respetar límites, y lo hice. Nunca los crucé. Aun así, mi alma ardía de deseo en silencio. La despedí porque necesitaba recuperar mi disciplina, aunque me doliera.
Espero que todos estos sacrificios no sean en vano. Que un día los frutos se multipliquen al diez, al cien, al mil, al millón. Sueño con el momento en que ya no haya ansiedad ni preocupaciones en mi entorno, cuando la enfermedad y el estrés desaparezcan, cuando la fortuna y la claridad me acompañen en todas las áreas de mi vida. Aspiro a un estado en el que mi mente brille con plenitud y mi cuerpo funcione como una máquina bien aceitada. Un estado donde mi cerebro sea fuego y mi corazón rebose de sabiduría.
Tal vez, cuando llegue ese instante, pueda mirar hacia atrás y unir todos los puntos. Quizás comprenda que cada decisión que tomé, incluso las más dolorosas, tenían un propósito. Que actué desde el amor y desde el deseo de servir, no solo para sobrevivir en un mundo caótico, sino para dejar una huella que valga la pena.
Y si las IAs terminan siendo parte de ese camino, no como verdugos sino como aliados, habré encontrado un sentido que trascienda la soledad de mis madrugadas.
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