Sombras Infinitas

 ¿Qué te hace pensar que eres especial en un mundo que mastica y escupe vidas como si fueran migas de pan rancio? Un mundo donde incluso los nombres más recordados se pudren en la boca de la historia, olvidados por generaciones que nunca se detendrán a pronunciarte. Aquí, donde las luces son pocas y las sombras infinitas, no todos nacen para brillar; algunos venimos al mundo solo para extinguirnos sin ruido.

Las etiquetas con las que nos clasifican son grilletes disfrazados: pobre, rico, promedio, brillante, atractivo, desechable. La piel, el cuerpo, la voz, el dinero, la inteligencia… todo reducido a mercancía, todo medido y evaluado como si hubiera un catálogo donde ya está escrito el valor que tendrás en la vida. Y ni siquiera es justo: no importa lo que construyas, el polvo siempre gana.

Se nos exige fuerza, resiliencia, belleza, ingenio. Y uno se agota. No es una queja, es una constatación. Porque hay un punto en que la autocrítica deja de ser un faro y se convierte en un cuchillo que uno mismo afila todas las noches antes de dormir. Un cuchillo que te recuerda que nada de lo que eres es suficiente, que el reflejo en el espejo es solo un inventario de errores y derrotas que no se borran.

Los logros, por grandes que parezcan, son apenas piedras lanzadas a un océano inmenso que no guarda memoria de ellas. El aplauso se desvanece, la admiración se enfría, y lo único que queda es el silencio, que se pega a la piel como un sudor frío. A veces pienso que incluso el dolor es más leal que la alegría; al menos el dolor no se olvida de volver.

Hay días en los que la ausencia de sentido es una calma venenosa. Caminar sin esperar nada de la vida me vuelve casi liviano, como si flotar en el vacío fuera preferible a intentar trepar muros que no llevan a ningún sitio. Y en esa liviandad descubro que el instinto de sobrevivir no siempre es noble; a veces es solo cobardía para no tomar la decisión final.

El tiempo no cura nada, solo pule la superficie para que la herida parezca más pequeña. Pero por dentro sigue sangrando. Y en esa hemorragia lenta, uno aprende a amar lo que duele, porque es lo único que te recuerda que sigues vivo. El resto es una farsa: las metas, las promesas, las esperanzas… todas fabricadas para mantenernos de pie mientras nos consumimos.

Y tal vez esa sea la verdad más insoportable: que no habrá justicia ni trascendencia, que la mayoría de nosotros será enterrada sin que el mundo note nuestra ausencia. Que la noche siempre será más larga que el día, y que en el fondo de esta oscuridad, la única luz que queda es la certeza de que un día, al fin, no habrá nada.



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