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La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al café, encandilándome hasta irritarme los ojos. Incluso ahora, mientras escribo, siento ese ardor, un eco de la luz que no me deja en paz.

La música, a veces, inspira; otras, solo te envuelve en un microcosmos donde las palabras fluyen sin rumbo fijo. Tecleo en un procesador de textos, desparramando ideas que quizá nunca vean la luz en mi blog. Pero no importa. Nada en el mundo importa. Lo único real es la sensación de poder, la chispa de sentirte único mientras tus dedos danzan obsesionados sobre las teclas, creando frases que tal vez nadie lea. Y qué.

Me imagino en medio de la noche, en un lugar sin nombre, sin la carga de un despertador que me arrastre a una rutina que detesto. Abrazando el abismo de la soledad, escribiría sobre la belleza de la oscuridad, sin temor a ser juzgado. Escribir, generar, construir una vida plena, explotar de satisfacción cada día, hasta el final de mis días. Pero escribir es como componer: un caos de ideas que cruzan tu mente, imágenes que intentas atrapar mientras tecleas, una revolución literaria, matemática y visceral. Hay complejos, destrezas, fraudes, mentiras, y cientos de momentos triviales que buscan romperte, obligándote a repetírtelo cada día: Nada me puede quebrar.

Sin embargo, el vacío acecha. Puedes tenerlo todo —dinero, salud, amor, logros— y aun así sentir un hueco en el pecho, un murmullo de incompetencia, abandono, una personalidad apagada. Lo que realmente anhelas es a alguien que camine contigo en tus locuras, que te sostenga cuando el mundo se desmorona, que te mire con admiración y te trate con respeto. Alguien que se entregue como tú lo harías. Pero cuando no encuentras a esa persona, la ausencia se convierte en un caño de podredumbre, un peso que solo las palabras pueden aliviar antes de que estalles.

Los días de rutina son un ciclo cruel: despiertas con la chispa de mejorar, avanzas motivado, pero a mitad del camino el vacío te atrapa. Te cierras al cambio, dejas que algo externo te drene, te tambaleas, te hundes en el drama, te reconcilias contigo mismo, reniegas del hastío, y abrazas cualquier chispa que te dé fuerzas. Al final, te rindes a contemplar la tristeza con la que el tiempo avanza, como un reloj que nunca se detiene.

A veces, el deseo estalla con una furia casi psicótica. Lo quieres todo, sabes que puedes con todo, porque lo has hecho antes. Tus límites están lejos, y lo que te propones parece pequeño en comparación. Pero entonces, tras un bajón emocional, ¿por qué la autodestrucción parece la única salida? No lo sé. Vengo a este café, a estas líneas, para que las frases que me persiguen a las cuatro de la mañana se desvanezcan. Si no las escribo, se quedan, susurrando, culpando al café, al azúcar, a la fatiga, a la obesidad, al desprecio de quienes me atraen, al fuego que arde en mi pecho.

Hoy, el humo de un desconocido me asfixia. Un tipo en el café saca humo como locomotora, contaminando el aire, robándome la paz. Me metí por un pan, buscando refugio adentro, porque no soporto el olor. El aroma es importante para mí; si huelo mal, si algo apesta a mi alrededor, mi calma se desvanece. La paz, para alguien como yo, que libra batallas internas cada día, es lo único que mantiene a flote la existencia. I'm just a man, not a hero... As the song says.

Escribo para vaciar el caño, para calmar el ardor de los faros y el humo. La música sigue sonando, un latido que me guía. Y mientras mis dedos sigan danzando sobre las teclas, el vacío no tendrá la última palabra. Mis letras, aunque nadie las lea, serán mi eco, mi resistencia, mi paz.



Rutina Cruel

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