Podrido

Había una vez un hombre, enamorado de la vida, que en base a los golpes y la consecución de defectos terminó solo, completamente solo. Estaba esperanzado en que algún día alguien le quisiera, y así pasó días, semanas, meses, años, hasta que se dio cuenta de que lo único que le hacía falta era esperar la muerte, pero ella tampoco se animaba a hacerle compañía todavía.

El tipo seguía muerto por dentro, ya había dicho adiós a las cosas que le gustaban, a las personas a las que un día llegó amar, dejó que siguieran adelante todos, apoyó a quienes pudo con los recursos que le quedaban, animó a todos los que estuvieron cerca, bendijo a más no poder y dio a entender que seguiría luchando por continuar; pero no, no lo hizo más, estaba hecho, estaba dicho, estaba olvidado.

Llegó el esperado día, y no, la bendita muerte no fue quien llegó por él primero, muchas enfermedades le vinieron encima, y lo que parecía una tranquila defunción resultó ser una transición a aquello de lo que se mantuvo alejado toda su vida, mientras pudo, la podredumbre, el horror, el dolor y la decadencia completa se apoderaron de él...

Y bueno, así termina esta historia y todas las demás, entre costras y padecimientos, peste y repugnancia, horrores y tristeza. Las imágenes de aquello que siempre creyó merecer pasaban por su mente; una mente que se había corrompido, pues estaba muerto en vida, un espíritu que se había alejado de todo placer, un corazón marchito pudriéndose lentamente en la basura.

Adiós, viejo yo que te has muerto. Adiós, nuevo yo que estás podrido.

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